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Columna
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Instrucción pública

Es lógico que el joven que estampa su coche contra un instituto de Jerez rompa las puertas del rectorado cuando se matricula en la Universidad de Sevilla. Creíamos que la violencia escolar era un fenómeno de la enseñanza media, un efecto colateral de la testosterona, y ahora nos encontramos con que los chicos que pegaron al maestro, los muchachos que menospreciaron a la profesora, los asnos que pasaron de curso automáticamente víctimas de la Enseñanza Secundaria Obligatoria están llegando a la universidad. Cuando suspendí fascistamente a una de ellas, dejó bien claro lo que había aprendido: ella se había esforzado en hacer el examen, y yo debía esforzarme en aprobarla.

Paso frente a los colegios y a los institutos, que antes eran recintos abiertos. Hace tiempo que se convirtieron en prisiones cerradas, protegidas por vallas metálicas y coronadas con alambre de espino. Su metamorfosis es la nuestra. Me pregunto qué ha sucedido en los últimos veinticinco años para que hayamos terminado así. Quizás todo empezó cuando confundimos la instrucción y la educación. Aunque la escuela nunca ha sido, ni puede ser, totalmente ajena a la transmisión de valores éticos, hubo un tiempo en el que la educación era, en términos generales, competencia de las familias. Los maestros se encargaban de instruir a los alumnos, de proporcionarles conocimientos técnicos y modos de adquirirlos. Eran también modelos de conducta; pero esa no era su principal misión. Las transformaciones sufridas por las relaciones laborales y los cambios experimentados en la familia tradicional modificaron esta distinción. La familia delegó en la escuela su responsabilidad educativa sin eximirla de la instrucción. Se pidió que en el mismo horario y con el mismo sueldo aquellos prestigiosos catedráticos de instituto hicieran de padres y de maestro. La tarea de unos y otro se vio afectada por esta deserción de los primeros, que sobrecargó al segundo e hizo imposible su trabajo. Lo desmoralizó.

Desde la Segunda República, cuando el ministerio del ramo todavía se llamaba de Instrucción Pública y no de Educación, aquella se ha ido empobreciendo con cada reforma emprendida hasta alcanzar los escandalosos niveles de la ESO. Sobre el papel, la ley educativa de los socialistas, aunque tenía bastantes pedanterías, estaba cargada de buenas intenciones. Sin embargo, quienes se la inventaron no estuvieron dispuestos a invertir todo el dinero que se necesitaba para ponerla en práctica: más aulas, más profesores, más equipamiento y más sueldo. El resultado de esta contradicción se habría quedado en un simple esperpento si no hubiera constituido una catástrofe. Empezamos a vislumbrar sus nefastas consecuencias. La primera es que el PP tiene ahora que modificar la enseñanza secundaria. Nadie ha discutido la necesidad de la reforma, y estamos obligados a dar un margen de confianza. Lo que se sabe del proyecto no me parece mal, aunque el examencito se llame reválida. Me parece, eso sí, insuficiente. Pero que sea Aznar, incapaz de salir airoso en una subordinación adverbial, quien afea las deficiencias sintácticas de nuestros alumnos no augura nada bueno.

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