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UN MUNDO FELIZ
Columna
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Un problema para cada solución

Ha sido una semana de las que no se olvidan. El Gobierno gobierna. ¿Queríamos calidad en la educación?, voilà, ¡vuelve la reválida! ¿Una solución al problema de las pensiones?, en un plis-plas: ¡las mujeres, insoportablemente longevas, que reciban menos! ¿Nos quejamos del cambio climático?, hale-hop, ¡he aquí una ley pensada para que el clima no haga terrorismo medioambiental! No es una broma: son realidades -ciertas, actuales, serias- de ese cóctel explosivo que mezcla la presidencia europea con el patriotismo constitucional, las buenas intenciones con la especulación, la clarividencia con la miopía, el paro con las mayorías socialistas, el progreso con la utopía neoliberal tal como se soñó hace 10 años.

No hay ya que creer en la acumulación de casualidades, por las cuales un ministro puede meter la pata al mismo tiempo que otro, sino en un estilo definido de gobierno. Tampoco hay que creer -sería demasiado inteligente, dadas las circunstancias- en las ganas de provocar que estimulan el pensamiento. No es casualidad, no es provocación: es convicción. Aznar acaba de dejarlo claro: Europa no mejorará hasta que las mayorías socialistas, esclerotizadas, no frenen el progreso. En esa línea de trabajo, cabe deducir otra propuesta de inmediata eficacia: ¡suprimamos las mayorías socialistas!

Por todo ello, no es raro que ahora también se haga público que el Gobierno dejará a la ciudad de Barcelona sin su estatuto jurídico, sin su Carta, trabajosamente consensuada por todos los partidos políticos -incluido el Partido Popular- tras años de trabajo. Lo raro hubiera sido que nos permitieran organizarnos la vida a nuestro aire; con toda modestia -los barceloneses no somos nunca excesivos-, eso es lo que pretendía ese proyecto, limitado y hasta ñoño. Y he aquí que, como es tradición en la historia de esta ciudad, en cuanto toma cuerpo el problema real, Madrid deja de ser el fantasma consolador de nuestras propias limitaciones para insuflarnos nueva vida. Y si, hasta ahora, el problema Madrid-Barcelona era una entretenida conversación de café, hoy ya puede ser la excusa para poner en pie a todos los que dormitaban en el oasis y ver la cara real, no de Madrid ni de los madrileños, sino del poder por el poder. Lo digo por buscar, al menos, algo positivo en este fluir de problemas evitables.

Hay que pensar, para ser consecuente con este estilo de gobierno, que lo que se pretendía es que el problema barcelonés, durmiente, despertara a la vida real. Porque lo de ahora ya no es divagar sobre si la moda desfilará aquí, allí o en Pekín, o si en Barajas hago el aeropuerto mayor de Europa y aquí os quedáis con uno de tercera -allá ellos si les gusta una megacapital megaestresada-, sino algo más hondo: se trata de impedir que seamos responsables de nosotros mismos, en nuestro estricto término municipal de 90 kilómetros cuadrados. Eso es lo que, al parecer, molesta, justo ahora -¡oh, paradoja!- que, a la vez, se propone a bombo y platillo un pacto local.

¿Tenía Barcelona que pagar por votar desde hace 25 años alcaldes socialistas? Es otra posibilidad: a lo mejor nos suprimirían del mapa si pudieran. Vamos a tener ocasión de comprobarlo enseguida: ¿cuántos policías nos vigilarán, dado que somos tan sospechosos, como si fuéramos delincuentes en el mes de marzo durante esa cumbre barcelonesa en la que José María Aznar brillará con luz propia? ¿Será la avenida Diagonal la nueva trinchera? ¿Guantánamo acaso? Un viejo dicho político asegura que la mejor política es la que no crea nuevos problemas, y un economista liberal, el sueco Assar Lindbeck, dejó grabado en mi memoria que 'los políticos deben hacer poco y bien'. Lo contrario es lo que ahora estamos viendo: un problema para cada solución.

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