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Columna
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Apuntes de reválida

Es obvio que la enseñanza está enferma. Y no sólo la pública. Están, en primer lugar, los factores genéricos: una infancia sobreprotegida y una adolescencia convertida en el segmento social más comercialmente apetitoso, bombardeado por la publicidad, vampirizado hasta la última gota. La crisis de autoridad, característica de nuestro tiempo, y el abandono de las responsabilidades familiares agudizan su estado. Una fragilidad que convierte a niños y jóvenes en pasto de los sugestivos medios audiovisuales, de los absorbentes juegos cibernéticos, de las calculadísimas subculturas juveniles: músicas, modas, tribus. Es fácil entender por qué la noche se ha convertido en patria juvenil, en mundo aparte: con sus templos (plazas o discotecas), sus ídolos, sus liturgias, sus pastillas y botellones.

Están, en segundo lugar, los factores sociales, que afectan en mayor medida a la enseñanza pública: el fenomenal aumento de las familias desestructuradas y el impacto de la inmigración en los barrios obreros y ciudades periféricas. Este último factor es tan impresionante que parece mentira que los periodistas no acerquen allí sus ojos con mayor frecuencia para describir los cambios. Han pasado por tres fases, estos barrios: eran zonas degradadas, nacidas de la inmigración interna y de la especulación urbanística; fueron dignificadas por los ayuntamientos democráticos, y en estos últimos años han empezado a recibir, de golpe y porrazo, el peso absoluto de la inmigración extranjera. Son zonas que se deterioran a ojos vista: los pisos pierden cotización; las gentes con cierta capacidad adquisitiva huyen de ellas; sus calles pierden, a pesar de los esfuerzos del Ayuntamiento, gracia y limpieza. La marginación en ellos se realimenta: delincuencia, hacinamiento, tensión cultural, fealdad. Las escuelas e institutos de estas zonas han tenido que acoger este nuevo torbellino prácticamente en exclusiva.

Cuando discurseamos sobre el racismo, cuando relativizamos los índices de inmigración comparándolos con los de Alemania o Francia, deberíamos tener en cuenta que estos índices no se reparten armónicamente. Deberíamos prestar mucha más atención periodística, intelectual y política a las imprevisibles consecuencias de la concentración migratoria. Aunque es más cómodo el discurso abstracto sobre los derechos del inmigrante, y más sugestivo un caso concreto de racismo extremo: el calvario y muerte de Wilson Pacheco en las aguas del Maremàgnum. ¿Habrá pasado en vano el antecedente francés? Mientras los líderes de la rive gauche predicaban la integración entre plácidas moquetas, los lepenistas sembraban resentimiento en los barrios de Marsella que la acumulación de pobres había convertido en invivibles. Los hijos de los bienintencionados integracionistas no acostumbran a cursar sus estudios en aulas periféricas en las que se concentran jóvenes de procedencia variopinta, pobreza acumulada y exóticas lenguas. Las escuelas de los barrios pueden ser edificios nuevos: parecen viejos enseguida. Pueden tener una ratio de muy pocos alumnos por clase: las excepcionales circunstancias impiden a los docentes aprovechar esta vieja aspiración pedagógica.

No centremos, sin embargo, el problema en el factor inmigración. Con ser importante, no es, de momento, decisivo en la enfermedad de la enseñanza. Incluso en las escuelas de las zonas socialmente templadas, el impacto de los cambios culturales que la sociedad liberal arrastra se notan de manera agresiva. El docente está obligado a practicar todo lo que la sociedad ya ha abandonado: tiene que cultivar los valores del respeto, la tolerancia, el orden, la disciplina y el esfuerzo gratuito en un mundo presidido por el supremo valor del éxito, por la compraventa económica del esfuerzo, por el culto a la imagen y la primacía de la rentabilidad sobre el sentido. El docente tiene que activar el gusto por la lectura, por las bellas artes, por la música clásica, por el pensamiento humanista en una sociedad que se ríe de todo eso (diariamente: en la omnipresente televisión) y que entroniza el cutrerío, la horterada, la burla hiriente, los feroces combates de audiencia, los concursos, los campeonatos. El docente debe enseñar a hablar con propiedad y precisión en pleno auge del grito y de la confusión (paradoja que en Cataluña es lacerante: aquí los docentes deben promover el estudio de tres idiomas, cuando incluso la lengua que ha adquirido rango de sagrada forma nacional es alegremente destrozada en los programas de la televisión pública más populares). La escuela se ha convertido en una especie de camión de basuras sagradas: todo lo que la sociedad rehúsa, menosprecia o defeca (con placer, pero con cierto complejo de culpa) debe recogerlo el profesor y replantarlo en las almas de unos jóvenes cuyos padres confiesan abiertamente no saber cómo tratar.

Hay otras muchas razones que explican el desconcierto de la enseñanza. Incluso de la enseñanza elitista. El impacto de las nuevas tecnologías, que dejan en taparrabos a las vetustas convenciones didácticas; la crisis del libro, que sigue siendo, no obstante, vehículo didáctico principal. Y por último, el progreso entre los jóvenes del pensamiento simultáneo (fruto de su destete televisivo, de la estética del videoclip, de la práctica del zapping) en abierto contraste con el clásico pensamiento lineal que propugnan sus profesores.

En este turbulento contexto aparecen las medidas del Partido Popular, tan oportunas como tramposas. No pretenden resolver los grandes interrogantes culturales y tecnológicos que la enfermedad de la enseñanza exige. Son medidas claramente ideológicas. Si a nadie interesa el valor de la igualdad, tampoco debe preocupar a la escuela. 'Sin complejos', como de costumbre. Salvando a los fuertes. Rescatando a las clases medias del fuego que arde en las periferias. Las reválidas y la diversificación de los itinerarios dan carta de naturaleza a la desigualdad. No están reformando la reforma. Han armado la contrarreforma.

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