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Columna
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Puertas

Su oficio es el de portero, aunque todo el mundo les conoce bajo el apelativo de 'puertas'. Ellos son los encargados de controlar el acceso de público a las discotecas y bares de copas. Hay, como en todos los gremios, muy dignas excepciones, pero, en términos generales, la gente les odia. El motivo de tal inquina reside en la forma en que estos guardianes suelen tratar a los jóvenes, y muy especialmente por su comportamiento con aquellos que consideran personas non gratas. Ése fue el caso de Miguel, un muchacho de 21 años al que hace un par de semanas patearon como a un perro los porteros de la discoteca Flint, en la avenida del Brasil. Según relató a la policía, el suceso tuvo lugar cuando el corrillo de amigos en el que se encontraba fue recriminado por jugar con el volante roto de una máquina recreativa. Los guardas jurados debieron de pensar que ellos lo habían arrancado, por lo que decidieron sacar del local a una parte del grupo. No hubo resistencia, tan sólo reclamaron en voz alta que hubiera 'buen rollo'. La respuesta fue completamente opuesta a la pretendida, porque la emprendieron a golpes con el chico. A pesar de que los agresores eran tipos corpulentos, acostumbrados a repartir puñetazos, y que el joven sólo trataba de cubrirse sin responder a la agresión, los porteros de otros locales próximos se unieron valientemente al linchamiento.

Allí se despacharon a gusto hasta dejar al muchacho como un ecce homo. Un dedo roto, el derrame en el ojo y las magulladuras y moratones por los que le atendieron en un centro sanitario fueron la prueba fehaciente de la brutalidad exhibida. Miguel había tenido mucha suerte, él al menos podía denunciarlo a la policía y salir a contarlo en los medios de comunicación. Un lujo que le fue negado a Wilson Pacheco, el ecuatoriano al que tres vigilantes jurados machacaron a golpes y arrojaron al mar en el puerto de Barcelona, donde murió ahogado. Otros dos jóvenes estuvieron a punto de correr parecida suerte en un local de copas de Getafe. Ambos resultaron apuñalados por los porteros durante una pelea multitudinaria.

Los citados son tan sólo los últimos y más significados sucesos que ponen de relieve la gravedad de lo que está ocurriendo a las puertas de estos establecimientos. Si se tratara de casos aislados, el problema sería sólo de personas concretas y, consecuentemente, su trascendencia sería limitada. Sin embargo, esa forma de actuar violenta y prepotente está tan extendida en el sector que obliga a pensar que algo muy gordo falla en el sistema. Lo cierto es que los dueños de bares y discotecas parecen preferir poner en las puertas de sus establecimientos al clásico tipo duro que mantiene a la gente a raya que a personas con mano izquierda, de las que controlan la situación calmando los ánimos. Hace casi tres años y, a raíz de un tiroteo en el que murió el portero de Amnesia, la policía puso en marcha un dispositivo para vigilar las discotecas de Madrid. En un solo fin de semana, los agentes elevaron a la Delegación del Gobierno nada menos que veinticinco propuestas de sanción por infracciones a la normativa sobre seguridad privada. Los empresarios del sector se excusaban entonces asegurando no encontrar en el mercado laboral personas con la formación adecuada para desempeñar esa labor. El Gobierno regional intentó entonces organizar cursos de formación y a la convocatoria sólo respondió una persona. Desde aquello, todo sigue igual: los propietarios continúan reclutando porteros en los gimnasios y considerando más su fuerza física que su talento para tratar a los clientes. Aunque la patronal Asfydis, que agrupa al sector, pone la mejor voluntad en convencer a sus asociados para que cambien las cosas, el predominio de los gorilas en las puertas es abrumador. No hay que olvidar, además, que son muy pocos los locales que aplican correctamente el derecho de admisión y que continúa generalizada la selección arbitraria y discriminatoria de los clientes. Llevar coleta, no calzar los zapatos adecuados, vestir camisas sin marca o tener la piel demasiado oscura son motivos habituales para negar la entrada a un local. La chulería de que suelen hacer gala en estas prácticas irregulares es verdaderamente intolerable. No han de pagar justos por 'pegadores', pero sí poner de una vez por todas orden en las puertas.

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