Médicos fríos
No es preciso que aplaudan. Por primera vez en España se ha verificado que los pacientes mejoran si son bien atentidos por sus médicos. ¿Era preciso realizar una investigación para obtener tal conclusión? La revista británica Familiy Practice y la norteamericana Patient Education and Counselling se han aprestado a publicar los resultados. Prueba de que los doctores no habían preguntado lo bastante a los enfermos o incluso de que no les había preocupado su opinión.
Los médicos, en general, comunican mal de acuerdo al sistema sanitario. Se comportan ante el paciente como una terminal que dispensa remedios a una solicitud y la circulación entre ambos es de sentido único. El paciente declara lo que siente o cree que siente durante unos minutos y a partir de ahí el médico hace todo lo demás. Desentraña el significado de esas palabras, cavila veloz, formula un diagnóstico del que no siempre informa, prescribe una medicación y fija otra cita. En el proceso, el paciente sólo fue activo en el momento de su queja, a menudo imprecisa y, a la fuerza, apresurada. Siempre, a la salida del encuentro, el enfermo se reprocha no haber podido hablar de esto o de aquello, no haber recordado un dato que ahora juzga crucial, no haber transmitido algunas de sus propias observaciones sobre la dolencia que podrían revestir interés. No es raro que, con este balance, el enfermo se aleje pensando que al doctor le han de faltar elementos para juzgar acertadamente y la consulta se salda con una frustración o una inquietud más.
Hay médicos que no tienen tanta prisa y demuestran interés por el habla del paciente, pero a los más se les va corriendo el tiempo y traslucen que las historias del enfermo les fastidian. O les parecen farragosas o las juzgan propias de ignorantes, inconexas o subjetivas. En suma, tienden a darnos la sensación de que en su fuero interno nos descalifican. O el paciente no sabe expresarse o es que no sabe nada. El que sabe todo es el médico que además debe responder con eficiencia y a contrapelo entre auscultaciones breves, palpaciones, interferencias del señor o la señora acompañante. Se trata, en suma, de un trabajo muy ingrato y asimétrico y, como consecuencia, no hay prácticamente enfermo que no salga de la consulta con la sensación de haber importunado a ese señor.
Sin embargo, los médicos pueden curar con sólo ser más simpáticos y receptivos. Según el estudio mencionado en Córdoba, la buena comunicación entre médico y paciente reduce los dolores crónicos hasta el 20% y mejora la movilidad o la ansiedad en un 25%. ¿No cabe deducir, por tanto, que los pacientes empeoran en las mismas proporciones si la comunicación es mala? Así efectivamente es. En un sentido y en otro. Hay médicos que aumentan las ganas de vivir, que apuntalan la confianza en la curación, que ilusionan la compra medicamentosa, que crean una compañía impensada en un tiempo crítico. Hay médicos que abordan la dolencia del enfermo codo a codo con él. No se quedan atrincherados tras su escritorio, entregan la receta sin mirar y esperan a conocer el impacto a plazo. Se trata de buenos médicos que se alían en la tarea de recobrar la salud e inmediatamente nos mejoran. Esos médicos curan con su actitud, mitigan nuestros achaques con su solidaridad, devuelven las razones para mejorar en un mundo afectivo.
El estudio indica que de los 20 médicos que atendieron a los enfermos observados en el informe, la mitad habían recibido un curso específico de técnicas de comunicación destinado a acrecentar su empatía y facilidad de aproximación. Hasta entonces acaso no se habían aproximado. Pero con ello, la soledad del enfermo, que es la soledad más propensa al desamparo, se acentúa y de ahí el territorio propicio para agravar la invasión vírica, el reúma, la fibromialgia, la gastritis. Algunos médicos creen todavía que son profesionales como cualquier otro, pero entre la gente constituyen una parte de su felicidad o de su dolor, complementos directos de su vida y de su muerte. ¿Cómo no valorar hasta el extremo la comunicación con ellos?
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