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Columna
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Traducción al horror

El que una mujer matara a sus dos hijos pequeños el otro día ya no es noticia. Porque los argumentos de lo que consideramos actualidad aguantan muy poco en cartelera, llegan y se van a todo correr, pisándose los talones.

Y sin embargo creo que de los destrozos de la violencia doméstica habría que hablar sobre todo cuando no son noticia, para significar así que siempre lo son. Que mientras yo escribo estas líneas y más tarde mientras ustedes las leen, a una mujer -las víctimas casi siempre son ellas- le están partiendo la cara en alguna habitación de su propia casa (casi siempre es ahí donde sucede). El terrorismo doméstico también parte corazones y mentes, y esos tajos parece que curan muy mal, tan mal que a menudo no caducan.

En la mitología es Medea la que, movida por los celos -Jasón, el hombre a quien ama, va a dejarla por otra-, asesina a sus hijos. Y en un poema mucho más reciente, la escritora argentina Noni Benegas, representa así su gesto: 'Cuando Medea cascaba un huevo, cascaba un huevo. La mirada fija en el anónimo blanco, cada partícula conjugaba un plano único de un caos particular... Medea escribió unos hijos y luego los tradujo'.

Traducción y caos son las palabras clave. Porque si ya cuesta imaginar qué laberinto puede tener dentro de la cabeza el ser humano que mata o atormenta a un niño, sólo la esperanza de un caos mental y de un inhabitable desbarajuste de las emociones permite, me permite, acercarme de palabra y de pensamiento a la traducción que de sus hijos hizo Francisca González antes de estrangularlos. A ese desplazamiento del sentido de absolutamente todos los nombres y adjetivos y verbos que había, seguro, empleado hasta ese momento para criarlos, quererlos, ampararlos. Sólo el consuelo de una ofuscación colosal me permite enfocar esa traducción al horror. Del deseo de protección al de destrucción, del deber al delito; de la claridad y la lucidez del afecto a su más tenebrosa negación.

Tal vez no sepamos nunca qué originó la ofuscación y el caos. Y yo no voy a aventurar aquí ni justificaciones ni coartadas. Pero el impacto que ese crimen ha tenido en nuestra sociedad, su radical excepcionalidad -lo que explica un tratamiento mediático sin precedentes en un caso de violencia doméstica-, su desafío a las convenciones familiares, merece, me merece, estas reflexiones.

Primera, que ese impacto no se debe tanto a la muerte de esos dos niños como al hecho de que sea su propia madre la asesina. Que la magnitud del espanto social tiene, entre otros ingredientes, también el del sexismo. Porque en nuestra cultura los crímenes y abusos cometidos por hombres sobre sus propios hijos e hijas -casi siempre son ellas las víctimas- no se reciben ni se tratan igual. Y esa diferencia, ese matiz que obstinadamente nuestra sociedad se niega a traducir, a definir, a explicitar alto y claro, alimenta, a mi juicio, el submundo omnipresente del terrorismo doméstico; o por lo menos, en nada contribuye a erradicarlo.

La segunda reflexión es en realidad una exigencia. Llama la atención el tratamiento que la prensa ha dado a este caso: titulares y espacios multiplicados; tonos y condenas insistidos; longevidad. Esa debería ser la tónica siempre, frente a las decenas de mujeres asesinadas, a los cientos de miles de maltratos, a los abusos sexuales a menores, de los que son culpables, en la inmensa mayoría de los casos, varones del entorno familiar, 'los propios padres', por reproducir el estilo con que se ha difundido el crimen de Francisca González.

La tercera reflexión tiene que ver con ella. Con la compasión que por ella siento en este momento. No sé lo que dirán los jueces que van a juzgarla. Pero pienso que cualquier pena de cárcel no será nunca nada comparada con todo lo demás. Que hay actos que son sin olvido, y éste es seguramente uno de ellos. 'Y ya habite -escribió Apolonio de Rodas- en el reino de las sombras, ya lo haga en el de la luz del sol, guarda siempre el recuerdo de lo que ha visto'. De lo que ha hecho.

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