No era esto
A la vista de lo que está ocurriendo en Argentina, supongo que todos aquellos que siempre suspiraron por que el país abandonase la convertibilidad y corrigiera mediante una devaluación su abiertamente apreciado tipo de cambio real estarán entonando, con brechtiano distanciamiento, el muy socorrido 'no era esto, no era esto'. Pero, desafortunadamente para los argentinos, lo es. Como hace unos días escribía Manuel Mora y Araujo, frente a la opción favorecida por la mayoría de los argentinos -recorte del gasto público político sin devaluación- y frente a la alternativa que contaba con el consenso internacional -ajuste y devaluación-, la clase política argentina optó por dar un salto en el vacío y devaluar sin contar previamente con sólidas y creíbles anclas fiscales y monetarias. La tragedia económica y social que hoy está desarrollándose -y el tenebroso futuro que el país y sus políticos hoy comienzan ya a adivinar- era el escenario de caos identificado por todos aquellos familiarizados con las vulnerabilidades de la economía argentina y con su notoriamente imperfecta institucionalidad. La sorpresa de algunos y el temor al abismo que otros muchos ahora sienten no sirven de mucho consuelo. El jarrón ya está roto.
Argentina es un país imprescindible en la economía mundial. De cómo se gestione esta crisis dependerá el destino de otros países emergentes
En los últimos meses, Argentina ha consumado una de las mayores destrucciones de riqueza de las que se tienen noticia en la historia económica moderna: los sucesivos canjes de deuda, la declaración unilateral de default y las consecuencias de la devaluación en un país cuyos agentes están endeudados en dólares en el equivalente al 100% del PIB nacional son decisiones que amenazan con evaporar alrededor de 200.000 millones de dólares, una cifra que equivale a dos veces la financiación neta internacional que en el año 2001 recibieron la totalidad de países emergentes.
Este proceso ha venido acompañado por decisiones que han supuesto la ruptura de contratos privados y la alienación de derechos de propiedad que hacen todavía más incierta y costosa la normalización de las relaciones de Argentina con sus ciudadanos y con el resto del mundo. Todo ello en medio de una fenomenal crisis política y social, con la economía contrayéndose en términos anuales por encima del 10%, el desempleo superando el 20%, una buena parte de la economía real a la que se pretendía hacer competitiva con la devaluación al borde de la quiebra por el peso de sus deudas internas y externas, el ahorro de los depositantes cercado por un corralito del que nadie sabe cómo salir sin poner en riesgo sistémico la viabilidad económica del país, y una devaluación no acotada que provoca masivas y caprichosas transferencias de renta entre sectores, agentes económicos, empresas y, probablemente, individuos.
Como están comprobando los argentinos, destruir es mucho más fácil que construir. Otros van pronto a aprender que cuando se abre la crisis de la dimensión de la que hoy sufre Argentina, las recetas apropiadas para situaciones normales de crisis son de una utilidad perfectamente descriptible. Hace ya tiempo que Argentina dejó de ser un problema exclusivamente financiero. A él se añade hoy la absoluta pérdida de credibilidad, la devastación producida en la seguridad jurídica y las consecuencias políticas y sociales de la terrible dinámica de destrucción de riqueza que se ha desatado. La comunidad internacional no debería sugestionarse con la idea de que los mercados políticos y económicos acabarán encontrando un punto de equilibrio que no comprometa la estabilidad de las economías argentina y mundial. Eso será inevitable en el largo plazo, pero en el corto lo único cierto es que la tercera economía de Latinoamérica está disolviéndose -en más de un sentido- como un azucarillo y nadie sabe qué hacer más allá de demandar 'planes sustentables' que significan cosas muy distintas para cada uno de los agentes que deberían ser los protagonistas de las soluciones. Aceptar con fatalismo lo que está ocurriendo en Argentina es un error de magnitud asimilable a las múltiples y persistentes equivocaciones de la dirigencia económica y política argentina. Pero con una diferencia: si todo sale mal, los costes no se van a poder contener dentro de las fronteras argentinas.
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