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Columna
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Falta de legitimidad

No sé si en algunos de los estudios de opinión que se estén haciendo en este momento se incluirá alguna pregunta sobre 'el cura de Valverde' y sobre 'el ecónomo de Valladolid', pero si se incluyen, me imagino que los resultados arrojarán unas mayorías sólidas y simétricas respecto de la valoración de estos dos religiosos. No tengo la menor duda de que una mayoría muy amplia de los ciudadanos españoles, sean católicos o no, reprueban la conducta del ecónomo (la cacelorada que tuvo lugar ayer en Valladolid así parece indicarlo) y que una mayoría más o menos similar, aunque puede ser algo distinta entre los católicos practicantes, respeta la conducta del cura de Valverde y no considera que haya nada que reprocharle.

No creo que la Iglesia católica tenga la más mínima legitimidad para dar lecciones a los poderes públicos sobre cómo deben proceder

Completamente distinta es la valoración que se está haciendo por parte de los órganos de gobierno de la Iglesia española. El Arzobispado de Valladolid se ha deshecho en elogios respecto de la conducta de su ecónomo, llegando incluso a afirmar que ya lo querrían para sí muchas otras diócesis. Y se ha visto respaldado en su apoyo por la Conferencia Episcopal, que tampoco ha visto nada reprobable en la manera de proceder de Enrique Peralta. En esa defensa se ha llegado incluso a plantearle un pulso al Estado, iniciando un incidente de obstrucción a la justicia en un proceso de naturaleza penal, al negarse el Arzobispado de Valladolid a poner a disposición de la juez que investiga el caso Gescartera, la documentación económica que le había sido expresamente solicitada.

Completamente contraria es la valoración que de la conducta del cura de Valverse se ha producido por el portavoz de la Conferencia Episcopal, que se ha apresurado a recordarnos que 'la Iglesia no admite la práctica de la homosexualidad, la considera un pecado y un desorden moral'. No creo que nadie tenga duda de cuál va a ser la decisión final de la Iglesia respecto de José Mantero. Si la jeraquía católica no ha tenido ningún reparo en despedir a profesoras de religión por contraer matrimonio con persona divorciada o por no asistir a misa todos los domingos, a pesar de que tales despidos suponían una vulneración inequívoca de derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos, no creo que vaya a temblarle el pulso a la hora de tomar una decisión sobre el cura de Valverde.

Quiere decirse, pues, que lo que es reprobable para la inmensa mayoría de los ciudadanos, no lo es en absoluto para los órganos de gobierno de la Iglesia Católica y a la inversa: lo que los ciudadanos no consideramos en absoluto reprobable, resulta un 'pecado y un desorden moral'. La inversión en la valoración de las conductas por parte del gobierno de la Iglesia y por los ciudadanos, sean católicos o no, no puede ser más llamativa.

Y sin embargo, la Iglesia católica mantiene su pretensión de ser una institución de referencia en la orientación de la conducta de los ciudadanos, pronunciándose con frecuencia sobre los más variados asuntos. No hay prácticamente ningún asunto relevante sobre la convivencia sobre el que la Conferencia Episcopal no acabe pronunciándose en el momento que estima pertinente. La autonomía que la Iglesia reclama frente al Estado en lo que entiende que son asuntos propios, a pesar de que reclama financiación estatal para atenderlos, no está dispuesta a reconocérsela al Estado en aquellos asuntos en los que considera que hay un componente moral sobre el que ella tiene algo que decir.

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La falta de respeto de la Iglesia por el Estado puede llegar a alcanzar límites extremos. Esta semana hemos tenido conocimiento de un discurso del Sumo Pontífice, en el que se promovía la rebelión frente al poder democráticamente constituido por parte de los jueces y abogados, que debería negarse a obedecer la legislación sobre divorcio y aborto. La negación por parte de la Iglesia de la legitimidad del Estado para pronunciarse sobre estas materias nunca había llegado tan lejos en tiempos recientes. La lectura del discurso del Papa nos introducía en el túnel del tiempo y parecía devolvernos a épocas remotas, que dificílmente podíamos imaginarnos que podían volver a ser reivindicadas por la jerarquía católica. Teniendo en cuenta el estado de salud del Papa, es prácticamente imposible que sea él el que haya redactado el discurso que ha leído esta semana y es, en consecuencia, más que probable que las ideas del mismo respondan a lo que es el pensamiento dominante en el Vaticano.

Me temo mucho que esta línea de pensamiento vaticano tiene muchas posibilidades de encontrar vías de penetración en España. La presencia de la Iglesia en la vida política española se está haciendo cada vez más intensa. De manera abierta en algunos casos y de forma subrepticia en otros. Y aunque no es probable que dicha penetración pueda llegar a la forma extrema en que la ha propuesto el Papa en su último discurso, sí puede acabar condicionando de manera significativa las políticas públicas y erosionando el respeto que se le debe tener a la Constitución.

Toda la atención que se le preste a este incremento de la penetración de la Iglesia en el Estado es poco. No creo que la Iglesia católica tenga la más mínima legitimidad para dar lecciones a los poderes públicos sobre cómo deben proceder. En ningún campo. Los ejemplos a los que me he referido a lo largo de la exposición, creo que son sobradamente elocuentes. Ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, no es muy evangélico.

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