Homenaje a Gaudí
El miércoles de la semana pasada pisé por primera vez en mi vida el salón de actos del Conservatorio Superior de Música del Liceo. Había programado un concierto de la Orquesta de Cámara del Conservatorio de Vila-seca (que dirige el violinista cubano Evelio Tieles, director, a su vez, del Conservatorio del Liceo), concierto en el transcurso del cual mi buen amigo el pintor Josep Maria Rosselló (que es quien me había invitado al acto) iba a pintar un cuadro.
El concierto estaba anunciado a las nueve de la noche. Llegué un cuarto de hora antes y me encontré con que el salón de actos estaba ya casi lleno. Tomé asiento en un banco de la última fila, junto a la puerta: para poder apoyar la espalda (en la pared) y huir en caso de extrema necesidad. Todavía transcurrió una media hora antes de que empezase el concierto, tiempo más que suficiente para que se abarrotase literalmente el local, un local relativamente pequeño, situado en la cuarta planta, y se bloquease la salida. Antes de empezar el concierto, apareció un señor y pronunció unas palabras. A falta de un micrófono en la sala, apenas oí lo que dijo, pero me pareció entender que se dedicó a presentar a unas supuestas autoridades, presumo que de Vila-seca, que ocupaban la primera fila de butacas. Y empezó el concierto.
Un pintor en directo, una orquesta en directo. Pero el homenaje a Gaudí no cuajó en el Conservatorio del Liceo
En el programa, obras de Händel, Torelli, Mozart, Elgar, Sibelius, Montsalvatge y Pueyo (profesor del Conservatorio del Liceo). Nada más atacar la orquesta el larghetto affettuoso del Concerto Grosso opus 6 núm. 4 en la menor, de George Friedric Händel, mi amigo Rosselló se dirigió hacia una tela que se encontraba en el fondo de la sala, junto a la orquesta, y se puso manos a la obra. Yo, iluso de mí, pensé que Rosselló iba a pintar unas imágenes (o lo que fuese) inspirado por los acordes, por la música que interpretaba la orquesta, pero no: el cuadro que iba a pintar Rosselló no era otro que el mismo que figuraba en el programa de mano del concierto. Ese cuadro, titulado Temps de fades, mostraba uno de los pináculos que rematan las torres campanarios de la Sagrada Familia de Gaudí, uno de esos horribles pináculos (detesto la Sagrada Familia) que contemplo a diario a través de la ventana a la hora del almuerzo. En el cuadro de Rosselló, ese horrible pináculo, con su cruz en forma, creo, de hojas de trébol, venía también rodeado de unos círculos, de unas bolas, como en el horrible templo -nunca mejor llamado expiatorio- de mis almuerzos, sólo que en el cuadro esas bolas, bolas de colores, se desprendían de los bordes del pináculo y se derramaban por el cielo. Temps de fades.
Echando mano del carboncillo, del spray y del pincel, mi buen amigo se tiró hora y media, minuto más minuto menos, en terminar su obra. Mientras tanto, el profesor Tieles (espléndido violín: su interpretación del concierto de Torelli fue una delicia) y sus muchachos iban desgranando un programa musical que, a decir verdad, poco tenía que ver con la imaginación gaudiniana. Puestos a homenajear a Gaudí -que, al parecer, de eso se trataba-, lo más idóneo hubiese sido que en el programa se incluyese algo de Wagner -a falta de un buen coro gregoriano, que es lo que más le gustaba al genial arquitecto-. Algo de Wagner antes que esa Postal de l'Havana, de Montsalvatge, que a mí me encanta, infinitamente más próxima a la rumba que al gorigori gaudiniano y expiatorio, infinitamente más próxima, también, a esas grosses bonnes femmes à culbuter de Maillol que echan a volar, sin pretensiones, por encima del césped de las Tuilleries, como globos, globos verbeneros, de apetecible gomaespuma. Infinitamente más próxima a esas grosses femmes à culbuter que pinta mi amigo Rosselló, tan macizas, tan sabrosas, tan mediterráneas, y que en sus cuadros, descaradamente, entrañablemente picassianos, suelen terminar en los brazos de un lúbrico Minotauro, tarraconense por más señas, y que son, de sus pinturas, las que más me agradan.
Lo que ocurrió el miércoles de la pasada semana en el Conservatorio del Liceo fue un mal matrimonio. Por un lado, mi amigo Rosselló, un tipo vital, mediterráneo, acostumbrado al sol y a la playa de su mar, encerrado en un cuarto piso del Liceo, en una sala de aspecto y perfume modernistas, con algo de vicaría y sala de autopsias, obligado a participar en un concurso (con un único concursante) de pintura lenta (de tema y resultado ya conocido), y por otro lado, una orquesta de cámara obligada a interpretar un programa de música sin relación alguna con la pieza pictórica (repito: ya conocida, ya realizada). Cada cual iba por su lado, sin jamás encontrarse. Un matrimonio mal avenido en homenaje a Gaudí, porque estamos en el Año Gaudí. Un Gaudí, según me cuenta mi amigo Josep Maria Carandell, duro de oído. De ahí su afición por Wagner y por el gorigori gregoriano de sus últimos años.
En resumidas cuentas: un viejo, viejísimo acto académico, en el que con el pretexto de aunar lo que nuestro común amigo (de Rosselló y mío) Salvador Távora denomina las artes escénicas, en este caso la pintura y la música -¡y la arquitectura, el horrible pináculo!-, se terminaba por dar a la parroquia gato por liebre. Una parroquia dócil y respetuosa, que empezó atraída por la figura del pintor, curiosa por ver qué hacía ese tipo, ese entrometido en medio de un concierto, curiosa por ver si mi amigo se marcaba un pequeño show a lo Dalí -Gaudí, gaudir, Dalí, delir-, y terminó cerrando los ojos, concentrándose en la Sinfonía barroca del maestro Pueyo o, simplemente, dando una cabezadita. Por lo que a mí respecta, mi atención se centraba en la pintura de Rosselló para, al cabo de unos minutos, desplazarse al violín del profesor Tieles y acabar posándose en la figura inclinada de una muchacha, probablemente una alumna del conservatorio, que, sentada en un banco, mordía un bocata al tiempo que mostraba el indicio de un hermoso, aceitunado trasero.
Ésta fue mi contribución, única e irrepetible contribución, al Año Gaudí.
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