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Tribuna
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Alternativas en Palestina

Desde el punto de vista político, la Intifada palestina ha sacado poco provecho desde que comenzó hace dieciseis meses a pesar de la excepcional fortaleza de un pueblo bajo ocupación militar, desarmado, mal dirigido, que sigue estando despojado y que ha desafiado los estragos inmisericordes de la máquina de guerra israelí. En Estados Unidos, el Gobierno y, con un puñado de excepciones, los medios de información 'independientes', se han hecho eco mutuamente en su machacar constante acerca del terror y la violencia palestinos, sin prestar atención en absoluto a los 35 años de ocupación militar israelí, la más prolongada de la historia moderna; como consecuencia, tras el 11 de septiembre, las condenas oficiales estadounidenses a la Autoridad de Yaser Arafat por albergar e incluso patrocinar el terrorismo han reforzado friamente la ridícula afirmación del Gobierno de Sharon de que Israel es la víctima y los palestinos los agresores en esta guerra de cuatro décadas declarada, por el ejército israelí contra civiles, edificios e instituciones, sin discriminación ni piedad. El resultado actual es que los palestinos están encerrados en 220 guetos controlados por el ejército; que helicópteros Apache suministrados por Estados Unidos, tanques Merkava y F-16 acribillan diariamente a personas, casas, huertos de olivos y campos; que las escuelas y universidades, así como las empresas e instituciones civiles, están completamente desbaratadas; que cientos de civiles inocentes han muerto y decenas de miles han sido heridos; que los israelíes siguen asesinando a líderes palestinos; que el paro y la pobreza oscilan en torno al 50% aproximadamente, y que todo esto ocurre mientras el general Anthony Zinni sigue atribuyendo machaconamente la 'violencia' palestina al desdichado Arafat, que ni siquiera puede salir de su oficina de Ramala porque está encarcelado allí por los tanques israelíes, mientras sus destrozadas fuerzas de seguridad huyen precipitadamente intentando sobrevivir a la destrucción de sus despachos y barracones.

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Para empeorar más las cosas, los islamistas palestinos han entrado en el juego de la implacable maquinaria propagandística de Israel y de su siempre dispuesto ejército con brotes de bombardeos suicidas bárbaros y gratuitos que finalmente, a mediados de diciembre, obligaron a Arafat a dirigir a sus maltrechas fuerzas de seguridad contra Hamás y la Yihad Islámica, y a detener a militantes, cerrar oficinas y, en ocasiones, a disparar contra los manifestantes y matarlos. Arafat se apresura a cumplir cada exigencia de Sharon, aunque éste añada luego otra nueva, provoque algún incidente o se limite a decir -con el respaldo de Estados Unidos- que está insatisfecho y que Arafat sigue siendo un terrorista 'impertinente' (al que sádicamente prohibió asistir a los servicios religiosos de Navidad en Belén), cuyo objetivo principal en esta vida es matar judíos. En contra de toda lógica, la desconcertante respuesta de Arafat a este montón de ataques brutales contra los palestinos, contra el hombre que para bien o para mal es su líder, y contra su ya humillada existencia como nación, ha sido seguir solicitando una vuelta a las negociaciones, como si la transparente campaña de Sharon contra la mera posibilidad de celebrar dichas negociaciones no estuviera teniendo lugar, como si toda la idea del proceso de paz de Oslo no se hubiera evaporado ya. Lo que me sorprende es que, con la excepción de un pequeño número de israelíes (David Grossman ha sido el más reciente), nadie dice abiertamente que los palestinos están siendo perseguidos por Israel como si fueran sus nativos.

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Una mirada más atenta a la realidad palestina narra una historia algo más estimulante. Las últimas encuestas muestran que Arafat y sus adversarios islamistas (que erróneamente se denominan a sí mismos 'la resistencia') reciben entre un 40% y un 45% del apoyo popular. Esto significa que una silenciosa mayoría de palestinos no está a favor ni de la equivocada confianza que la Autoridad deposita en Oslo (ni de su régimen anárquico de corrupción y represión), ni de la violencia de Hamás. Arafat, siempre hábil e ingenioso, ha respondido delegando en Sari Nuseibeh, un notable de Jerusalén, presidente de la Universidad Al-Quds e incondicional de Al Fatah, para que pronuncie discursos sonda dando a entender que sólo con que Israel fuera un poco más amable, los palestinos podrían renunciar a su derecho al retorno. Además, una banda de personalidades palestinas próximas a la Autoridad (o para ser más exactos, cuyas actividades nunca han sido independientes de la Autoridad) ha firmado declaraciones y ha salido de viaje con activistas de la paz israelíes que o bien no tienen poder o son tan ineficaces como carentes de prestigio. Se supone que estas desalentadoras maniobras mostrarán al mundo que los palestinos están deseosos de firmar la paz a cualquier precio, incluso el de acomodarse a la ocupación militar. Arafat sigue invicto en lo que respecta a su inagotable ansia por permanecer en el poder.

Pero a cierta distancia de todo esto, surge lentamente una nueva corriente nacionalista laica. Es demasiado pronto para poder denominarlo partido o bloque, pero es ya un grupo visible con auténtica independencia y categoría popular. Cuenta en sus filas con Haidar Abdel Shafi y Mustafá Barghuti (no confundir con su pariente lejano, Marwan Barghuti, activista de Tanzim), junto con Ibrahim Dakak, los catedráticos Ziad Abu Amr, Ahmed Harb, Ali Jarbawi, Fouad Moghrabi, los miembros del consejo legislativo Rawiya Al-Shawa y Kamal Shirafi, los escritores Asan Khadr y Mahmoud Darwish, Raja Shehadeh, Rima Tarazi, Gahssan al-Kahtib, Naseer Aruri, Eliya Zureik y yo mismo. A mediados de diciembre se publicó una declaración colectiva que tuvo buena cobertura en los medios árabes y europeos (pasó desapercibida en Estados Unidos), en la que se hacía un llamamiento por la unidad y la resistencia de Palestina y por el fin sin condiciones de la ocupación militar israelí, y que deliberadamente guardaba silencio con respecto a la vuelta a Oslo. Creemos que negociar una mejora en la ocupación equivale a prolongarla. La paz sólo puede llegar después de que termine la ocupación. Las secciones más atrevidas de la declaración se centran en la necesidad de mejorar la situación interna de Palestina y, por encima de todo, fortalecer la democracia; 'rectificar' el proceso de toma de decisiones (que está completamente controlado por Arafat y sus hombres); afirmar la necesidad de restaurar la soberanía de la ley y un sistema judicial independiente; impedir que continúe la malversación de fondos públicos y consolidar las funciones de las instituciones públicas para que todos los ciudadanos puedan confiar en aquellos que están expresamente designados para el servicio público. La última y más decisiva exigencia son unas elecciones parlamentarias.

Al margen de la interpretación que se dé a esta declaración, el hecho de que tantas personas prominentes e independientes, la mayoría con el respaldo de organizaciones sanitarias, educativas, profesionales y laborales en funcionamiento, hayan dicho estas cosas, no ha caído en saco roto en otros palestinos (que la consideran la crítica más incisiva nunca hecha al régimen de Arafat) ni en el ejército israelí. Además, mientras la Autoridad se apresuraba a obedecer a Sharon y a Bush rodeando a los habituales sospechosos islamistas, Barghuti lanzaba un Movimiento Internacional de Solidaridad que incluía a unos 550 observadores europeos (varios de ellos miembros del Parlamento Europeo) que viajaron a Palestina costeándolo de su propio bolsillo. Con ellos estaba un grupo de jóvenes palestinos que, al mismo tiempo que desbarataba junto con los europeos el movimiento de tropas y colonos israelíes, impedía que se lanzaran piedras o se disparase desde el bando palestino. Esto dejó paralizados a la Autoridad y los islamistas y sentó las bases para conseguir que el centro de atención sea la ocupación israelí. Todo esto sucedía mientras Estados Unidos vetaba una resolución del Consejo de Seguridad que autorizaba a un grupo internacional de observadores desarmados para interponerse entre el ejército israelí y los indefensos civiles palestinos.

La primera consecuencia de esto fue que el 3 de enero, después de que Barghuti celebrara una conferencia de prensa con unos 20 europeos en Jerusalén Este, los israelíes le arrestaran, retuvieran e interrogaran dos veces, le rompieran una rodilla con la culata de sus rifles y le hirieran en la cabeza, con el pretexto de que estaba alterando la paz y de que había entrado ilegalmente en Jerusalén (a pesar de haber nacido allí y tener un permiso médico para entrar). Por supuesto, nada de esto ha disuadido ni a él ni a sus seguidores de seguir con la lucha no violenta que, creo, seguramente acabará tomando el control de la excesivamente militarizada Intifada, la centrará en el plano nacional en el fin de la ocupación y los asentamientos y conducirá a los palestinos hacia la paz y la formación de un Estado. Israel tiene más que temer de alguien como Barghuti, que es un palestino racional, respetado y con mucho aplomo, que de los barbudos radicales islámicos que a Sharon le encanta mostrar como la quintaesencia de la amenaza terrorista contra Israel. Todo lo que hacen es arrestarle, lo cual es típico de la desacreditada política de Sharon.

¿Dónde está la izquierda estadounidense e israelí, tan rápida para condenar la 'violencia' mientras que no dice una sola palabra acerca de la vergonzosa y criminal ocupación? Yo les sugeriría seriamente que se unan en las barricadas (de forma literal y figurada) a valientes activistas israelíes como Jeff Halper y Louisa Morgantini, que avancen hombro con hombro con esta nueva e importante iniciativa secular palestina y comiencen a protestar por los métodos del ejército israelí, subvencionados directamente por los contribuyentes y por ese silencio comprado a tan alto precio. Tras haberse retorcido nerviosamente las manos durante un año y tras haberse quejado por la inexistencia de un movimiento palestino por la paz (¿desde cuándo tiene un pueblo militarmente ocupado la responsabilidad de crear un movimiento pacifista?), los supuestos pacifistas que pueden influir en el ejército israelí tienen el claro deber político de organizarse contra la ocupación a partir de ya, incondicionalmente y sin exigencias indecorosas a los ya abrumados palestinos.

Algunos de ellos lo han hecho. Varios cientos de reservistas israelíes se han negado a cumplir servicio en los territorios ocupados, y un amplio espectro de periodistas, académicos y escritores (entre ellos Amira Hass, Gideon Levy, David Grossman, Ilan Pappe, Dani Rabinowits y Uri Avnery) han mantenido un ataque constante contra la inutilidad criminal de la campaña de Sharon contra el pueblo palestino. Lo ideal sería que hubiese un coro similar en Estados Unidos donde, a excepción de un reducido número de voces judías que hacen pública su indignación por la ocupación militar israelí, hay demasiada complicidad y batir de tambores. El lobby israelí ha conseguido temporalmente identificar la guerra contra Bin Laden con el ataque que Sharon ha emprendido con determinación contra Arafat y su gente. Desgraciadamente, la comunidad árabe estadounidense es demasiado pequeña y está demasiado ocupada en escapar de la red de arrastre del ministro de Justicia, Ashcroft, de los perfiles raciales y de la limitación de las libertades civiles.

Por tanto, lo que se necesita con mayor urgencia es la coordinación entre los diversos grupos laicos que apoyan a los palestinos, un pueblo cuyo mayor obstáculo para su mera presencia (mayor aún que los estragos de los israelíes) es su dispersión geográfica. Acabar con la ocupación y todo lo que ésta entraña es un imperativo suficientemente claro. Ahora, hagámoslo. Y los intelectuales árabes no han de tener miedo a unirse.

Edward W. Said es ensayista palestino, profesor de literatura comparada en la Unversidad de Columbia.

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