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La Europa de las ciudades

Se nos olvida: Europa son sus ciudades. Ése fue su origen, como lo recuerdan las urbes fundadas por fenicios, griegos y romanos en nuestro país, entre otros. Lo es hoy con mayor razón; más del 70% de los europeos de la Unión viven en núcleos urbanos de más de 100.000 habitantes. Hay Estados como Bélgica o Italia que son constelaciones de repúblicas urbanas; en España, las raíces de la democracia son esencialmente municipales. El verdadero parteaguas que ha conducido a la civilización europea actual fue, al comienzo del segundo milenio, el renacimiento de la ciudad, como señala el historiador italiano Rosario Villari, al fijar en este periodo la revolución ciudadana y la organización de la comuna. Frente al poder feudal, 'el aire de la ciudad hace libre', en el viejo dicho germánico; el hombre libre es el ciudadano, y el ayuntamiento viene de ayuntarse, reunirse en juntas para tratar algún asunto, o también cópula carnal. La historia urbana es la del comercio, las universidades, la banca, la manufactura o las universidades, las reformas religiosas y la autonomía del mundo laico. También se fueron desarrollando en red las relaciones entre ciudades, universidades medievales; la vía francígena entre Italia y Flandes o la Hansa germánica. Fernand Braudel describió la historia europea como la de las 'ciudades-mundo' que se van sucediendo como centros de 'economía-mundo'.

En el momento en que estamos fomentando el debate sobre el futuro de Europa convocado para 2004, conviene tener muy presente el hecho de que la gente, el común de los mortales, vive en ciudades o pueblos. En ellos se concretan las políticas europeas, nacionales o autonómicas día a día -al subir al autobús, ir al mercado o dejar al hijo en la guardería-, por lo que se ha podido decir con razón que toda política es local.

Paradójicamente, la ciudad como tal es una gran ausente en el debate sobre el futuro de la Unión Europea. En la Declaración de Laeken se habla continuamente del ciudadano europeo, de sus expectativas, deseos o derechos. Sin embargo, la palabra ciudad no aparece en ningún momento, ni versan sobre su papel ninguna de las 64 preguntas que contiene. Se habla de instituciones de la Unión, de los Estados miembros y de las regiones, planteando la gran pregunta de lo que debe hacer cada uno en relación con la subsidiariedad. Se puede alegar que ya hay representantes de las ciudades en el Comité de las Regiones, aunque cualquier conocedor de la cuestión sabe que la convivencia en su seno es más bien compleja. Pero la gran cuestión pendiente es cómo se aplica el principio de subsidiariedad, si se establece entre Estados y Unión o entre ciudadanos y Unión. El principio federal es que cada nivel -federal, estatal o local- es un gobierno, partiendo de que el poder político reside en el pueblo; la tradición europea estatal sostiene que la soberanía es indivisible y el Estado es la fuente de autoridad política y poder.

Si se acepta que la subsidiariedad debe partir del ciudadano, adquiere pleno sentido el debate generado por la comunicación de la Comisión Europea sobre los servicios de interés general, lo que antes se denominaban servicios públicos en los países latinos o Daseinsvorsorge en alemán, cuya traducción es la 'procura existencial', cuestión clave en el debate federal en ese país sobre el reparto de competencias entre la Unión, los Estados y las regiones (Länder, o Estados federales) o en España, con las comunidades autónomas.

¿De qué servicios se trata? De todos aquellos que se prestan directamente al ciudadano, por su condición de tal: educación, salud, cultura, agua, recogida de basuras, energía, limpieza urbana, tráfico, transporte público, policía, correos, servicios de proximidad (guarderías, tercera edad), hasta telecomunicaciones o audiovisual. Son servicios a los que tienen derecho los ciudadanos, de acuerdo con el artículo 36 de la Carta de Derechos Fundamentales, y que por tanto tienen que prestarse en condiciones de igualdad, autosuficiencia, transparencia y competencia. Por ello, los poderes públicos tienen la obligación de procurar que los servicios se presten de acuerdo con los derechos de los ciudadanos y con su participación activa.

La oleada neoliberal de desregulación y liberalización como panacea planteó como objetivo someter a la ley del mercado todos los servicios. De hecho, se han ido configurando grandes grupos privados multinacionales en la gestión del agua, la basura, el mobiliario urbano, mensajería, la televisión por cable o los servicios de seguridad privados, entre otros. No cabe una condena de principio del proceso, aunque sí hay que tener especial cuidado en el respeto de los derechos de los ciudadanos. Preocupación de los alcaldes, entre ellos los de las capitales de la Unión, en su mayoría socialistas -Thielemans en Bruselas, Delanoe en París, Veltroni en Roma, Livingstone en Londres, Häupl en Viena-, en línea con la sensibilidad ciudadana en estos temas y preocupados por la necesidad de respuestas claras y solidarias. En este campo, Madrid, por el ensimismamiento de sus responsables municipales, figura como un caso aislado en Europa y que vive todavía de las rentas de la era de Tierno.

Partiendo de los valores comunes de la Unión, actividades como la educación, la salud y seguridad social básicas o la seguridad ciudadana no pueden ponerse, sin más, a merced del mercado, a través de privatizaciones sin reglas ni control; los poderes públicos tienen la obligación de que los servicios que se prestan en régimen de concesión se hagan con concursos públicos y transparencia en el caso de subvenciones cruzadas, cuidando de no reemplazar monopolios públicos por privados. Y garantizando en cualquier caso la plena accesibilidad, la calidad y el control a los vecinos. La realidad social es pluridimensional: hay que contemplar los servicios citados desde perspectivas tan dispares como la igualdad de género, la actividad del pequeño comercio, las canteras de empleo, la inserción de los jóvenes, el papel del tercer sector -economía social e iniciativa sin ánimo de lucro-, la calidad del entorno, el acceso a las nuevas tecnologías o los intereses urbanísticos. En esta compleja trama se teje la vida cotidiana de todos y cada uno: si las políticas europeas tienen como objeto garantizar o mejorar estos aspectos, entonces la ciudad es el escenario adecuado.

En el momento en que el debate sobre el futuro de Europa se plantea por fin como un debate abierto con participación ciudadana, las ciudades no pueden ser el convidado de piedra. Deben participar y ser participadas. En ellas se encuentran las raíces de la democracia europea; son sus alcaldes y concejales los que tienen que gestionar y atender los servicios a los ciudadanos y concretar las políticas comunes. Si se desea un debate ciudadano de verdad, hay que partir de su base, la Europa de las ciudades.

Enrique Barón Crespo es presidente del Grupo Parlamentario del PSE en el Parlamento Europeo.

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