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Reportaje:REPORTAJE

Humor en tiempos de cólera

Cuando yo era chico, mi padre me explicaba: 'No llovió. Se arruinó la cosecha. Argentina no pudo vender cereales a Europa. No hay dinero'. Y yo entendía. Aun dentro de mi rechazo por las matemáticas. Hoy por hoy, ya hombre mayor y supuestamente capacitado, leo sobre el temido índice Merval, el Dow Jones, los Bonos Brady, el JP Morgan, la canasta de monedas..., y no entiendo nada. Ni yo ni nadie. Es así como un pueblo esencialmente espiritual y mundano, que solía amenizar los encuentros en bares, parques y mercados hablando de fútbol o del estado del tiempo, hoy se crispa en las colas a las puertas de los bancos tratando de entender no sólo los alcances del famoso corralito que ha cercado impiadosamente sus ahorros, sino también el significado de otros términos que han venido a enriquecer la lengua castellana, como el riesgo-país, un novedoso riesgómetro que mide los peligros de invertir en la Argentina y que, al parecer, tiene la particularidad de siempre subir y no bajar nunca. Ya algo parecido nos había ocurrido con la sensación térmica, otro invento argentino, como el dulce de leche, que nos revela cómo la temperatura ambiente no es la que nos marca el termómetro, sino la que nos imprime en el cuerpo el viento, la humedad, el rocío y el uso o no de guantes y gorritos. Tampoco, en rigor de verdad, es algo tan nuevo esta zambullida en el apasionante mundo de la economía, la Bolsa y el movimiento bancario. Si bien, dada la complejidad del tema, aún los argentinos somos cautelosos en recomendar al Gobierno que dolarice los pesos o pesifique los dólares con la misma autoridad con que recomendaríamos a Marcelo Bielsa que incluya a Pablito Aimar o saque a Juan Pablo Sorin, es verdad que ya desde las épocas de la dictadura mantenemos una equívoca y pasional relación con el dólar. Lejos han quedado aquellas épocas de infancia donde el general Perón preguntaba a sus muchachos apiñados en la plaza de Mayo: '¿Cuándo vieron un dólar ustedes?'. Desde los años setenta ya dejamos de hablar de producción, de fábricas, de mujeres, para comenzar a discutir sobre tasas de interés, toma de ganancias, el yen y el efecto tequila. Supimos, incluso, de la felicidad de ingresar en el Primer Mundo de la mano de Menem y de la antojadiza paridad cambiaria del 1 a 1 con el dólar, el empate más festejado. Ya éramos, casi, norteamericanos. No había negocio elegante que no se llamara 'Daytona Research', 'Pennyworth' o 'Special Corner'. Sin duda, la magnitud de una decepción está en relación directa con la magnitud de las expectativas. Y nosotros éramos el pueblo elegido, el granero del mundo, los europeos de América Latina. De pronto nos dicen que ya no es así. Que todo ha cambiado. Se acabó la época de tirar manteca al techo, cuando los jóvenes estancieros argentinos practicaban esa apasionante muestra de la picardía criolla estampando trozos de manteca contra los techos de los mejores restaurantes parisienses. Se acabó, por un tiempo largo al menos, la ilusión de que todo hijo superaría la calidad de vida de sus padres. De poco nos vale ahora el país de los granos, las mieses y todos los climas. El único clima que impera hoy por hoy es el del malhumor generalizado. Un malhumor que reventó en los cacerolazos después de años y años de despojo, corrupción y exhibicionismo impúdico de riquezas malhabidas. De políticos que, ante la pregunta: '¿Qué desea cambiar usted desde el poder?', contestaban: 'Primero, el auto. Después, la casa. Tal vez el yate...'. Y sin embargo, con ese humor de perros que justificadamente nos ha invadido, el trabajo del humorista se hace más fácil. Se ve sobrepasado, casi, por los temas. El humor, pienso, es siempre en contra. Es muy difícil hacer humor a favor. Si quiero hacer humor a favor de Boca, haré bromas contra los de River, o viceversa. Pero es casi imposible hacer humor elogiando. Uno trabaja en la crítica sobre lo que considera, acertadamente o no, imperfecto, erróneo, fallido, injusto, delictivo. Y desde esa visión, estos tiempos argentinos son de una fertilidad comparable a la de la pampa húmeda. Las crisis, digamos, ayudan a los humoristas. Y estamos acostumbrados, vivimos en crisis desde hace décadas. El problema es cuando las crisis se convierten en tragedias. Allí es donde uno se paraliza. Cuando los temas son la guerra de las Malvinas, los desaparecidos, el atentado a la AMIA, las Torres Gemelas. Y ya no hay ganas de reírse de nada. Ahora bordeamos la tragedia, estamos al filo de ella, con los miles de desocupados, los millones de argentinos por debajo de la línea de pobreza, con la desprotección de los jubilados, con los pobres que matan a otros pobres para robarles cuatro pesos. Nos quedan entonces el humor, cierto duende creativo, el retorno a una desconocida humildad, un devaluado optimismo y Batistuta. Y la expectativa de que todo mejore. Aunque un médico amigo mío decía: 'Uno de los secretos de la buena salud es mantener los pies calientes y la cabeza fría. Argentina tiene los pies en la Antártida, y la cabeza, en el ardiente calor tropical'.

El único clima que impera hoy en Argentina es el malhumor generalizado tras años y años de despojo, corrupción y exhibicionismo impúdico de riquezas
Ante la pregunta: '¿Qué desea cambiar usted desde el poder', contestaban algunos políticos: 'Primero, el auto. Después, la casa. Tal vez el yate...'

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