Cuatro maestros inquietantes
Como nuestros días abundan en disturbios y padecemos pánico al pánico, supongo que los maestros filosóficos ahora más cotizados serán los que nos ofrezcan algún tipo de sosiego, por lo menos en el plano metafísico. Puesto que todo se tambalea y caen las más altas torres, al menos quisiéramos disfrutar de cierta serenidad cósmica, si es posible con promesa religiosa incluida que implique algún tipo de reconciliación final. Para inquietudes y frustraciones ya tenemos bastante con la prensa diaria. Pero supongo que todavía quedará gente a la que aburran las teodiceas, sean modernas o posmodernas, y que prefieran alimentarse aunque fuese en dosis homeopáticas con especulaciones que de un modo u otro nos reconozcan como hijos del caos y no sólo huéspedes ocasionales de él. Algunos de mis primeros maestros resultaron de este tipo y nunca he aprendido del todo a preferirles otros. Por eso he recibido con deleite y nostalgia la publicación casi simultánea de cuatro inteligentes y útiles monografías sobre otros tantos pensadores a los que veneré en mi juventud y que siguen pareciéndome más que respetables: Schopenhauer, Georges Bataille, Cioran y Clément Rosset. No faltan vínculos y complicidades más o menos secretas entre ellos, así como sustanciales diferencias. Pero lo que fundamentalmente tienen en común es su rechazo a concedernos ningún privilegio ontológico que nos resguarde ante lo irremediable, ninguna posibilidad de escapatoria trascendente para nuestras ilusiones o nuestra memoria. En una palabra, de forma más o menos articulada, con apariencia sistemática o aforística, proponen cuatro versiones de antiteodicea. Sus lecciones no son forzosamente depresivas, al contrario, incluso a paladares robustos pueden resultarles especialmente tonificantes pero en cualquier caso no disipan nuestra fundamental inquietud sino que la agravan.
Contra la economía.(Ensayos sobre Bataille).
Antonio Campillo. Comares. Granada, 2001. 106 páginas. 7,21 euros.
Para leer a Schopenhauer.
Roberto Rodríguez Aramayo. Alianza. Madrid, 2001. 155 páginas. 8,11 euros.
El único de ellos que permanece fiel al proyecto clásico de un sistema filosófico es Arthur Schopenhauer. Antes de él, los sistemas de la filosofía se edificaron para concluir que la atribulada menesterosidad fugaz de la existencia humana participa de un plan cósmico que rescata lo más espiritual e ideal de nuestra condición, desechando el resto como ganga inservible. En la jerarquía del Ser, lo imperecedero y lo bueno ocupan la cúspide y nosotros podemos consolarnos aspirando hacia allí. En el sistema de Schopenhauer lo imperecedero no es el Bien, sino todo lo contrario, una vorágine absurda de anhelo sin finalidad y sin fin de la que provienen todos los sufrimientos. Nosotros y cuanto existe somos las vanas imágenes que pueblan una pesadilla de la que sólo puede despertar quien sepa aliar la lucidez a la dignidad del dolor. Mucho menos estructurado, más rapsódico y 'moderno'.
Georges Bataille se centra
en la vida social de los humanos, que interpreta según una original combinación de ideas de Marx y de Nietzsche reforzadas por lecciones tomadas de la antropología a Mauss y otros. Al ser humano no le mueve solamente el deseo de adquirir y acumular para sobrevivir, sino también el de dilapidar sin cálculo: frente a los imperativos de la necesidad se alza la libertad del deseo, cuyo ejemplo por antonomasia es el erotismo capaz de afirmar la vida hasta en la muerte. A mediados del pasado siglo, cuando se patentaban los totalitarismos y la sociedad de la producción y la acumulación a ultranza, Bataille propone una comunidad acéfala, sin Dios ni rey, tan ajena a los caudillos como al mito redentor del pueblo, en la que el individuo pueda consumarse como sujeto de desbordamientos en lugar de limitarse a consumir objetos.
En cambio la obra de Cioran, dispersa en su forma pero notablemente compacta en su fondo, carece de propuestas ontológicas o sociales y sólo se dedica a trazar sin contemplaciones el perfil del laberinto fatal de ignorancia, concupiscencia y fragilidad inmunda en que nos movemos y somos. Lo que rescata a este retrato inmisericorde de convertirse en caricatura truculenta es un ácido sentido del humor, apoyado en intuiciones psicológicas e históricas tan atinadas como retóricamente eficaces. Por su parte Clément Rosset, el más invariablemente personal de los filósofos actuales franceses, indigesto para los amantes de las modas y los 'ismos' intelectuales, sigue poniendo a punto paso a paso una filosofía trágica en la traza de Lucrecio o Nietzsche, que desdeña por igual toda ilusión moral o metafísica. Ambos espejismos se basan, según él, en un deseo fantasmagórico de otro mundo distinto a la única realidad efímera y literalmente 'cruel', sangrante en su crudeza, que sólo podemos afrontar desde una sabiduría hecha de alegría y coraje.
Pese a que los cuatro autores son escritores notables, exentos y enemigos de cualquier jerga pedantesca, no resulta fácil al lector ocasional alcanzar el núcleo esencial de sus reflexiones, sin pretender en ningún caso sustituir o demorar el acceso directo a los textos. Tal es el servicio primordial que rinden los cuatro excelentes prontuarios que motivan esta nota. Rodríguez Aramayo, no sólo buen conocedor sino también inmejorable traductor de Schopenhauer y de Kant, consigue una precisa guía de lectura de la obra schopenhaueriana que tanto puede acompañar paso a paso a quien la acometa por primera vez como servirle de prefacio. Me parece difícil superar en número tan reducido de páginas el inteligible y sustancioso resumen que ofrece Antonio Campillo de lo más destacado del pensamiento de Bataille. Joan M. Marín, según creo primer traductor de Cioran al catalán (L'escriptura de la llum i el desencant, 7 i Mig editorial, Valencia, 1999), realiza ahora un recorrido completo y vertebrado del pensador rumano, que no olvida ninguna de sus facetas características. Por su parte, Rafael del Hierro no sólo estudia lo medular del pensamiento de Rosset, sino que lo contextualiza con simpática vehemencia en la tradición trágica de Nietzsche, Montaigne y autores menos obvios de esta línea, como Spinoza o Hume. Creo que fue Bergson quien señaló como propósito de la auténtica filosofía hacer a los hombres más felices y más fuertes: es indudable que estos cuatro inquietantes maestros contribuyen vigorosamente al segundo de estos objetivos, aunque muestran también lo difícil que es hacerlo compatible con el primero.
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