Un provocador que hizo crecer la pequeña pantalla
Le gustaba provocar, y no dudó en hacerlo también en aquella timorata televisión española de los años setenta. Su primera serie, Silencio, se rueda, era, o quiso ser, a lo largo de veintisiete capítulos, una crítica del provinciano cine español del momento, lo que suponía iba interesar a pocos.
'Yo escribo descaradamente para la minoría', declaraba entonces con su habitual tono altivo. 'Por tres razones', explicaba: 'Una, porque a lo mejor no es tan pequeña como nos imaginamos; otra, porque si lo fuera tendría también sus derechos, y la tercera, porque me da la gana'. A la chita callando, aquel Silencio, se rueda, no se limitó a criticar sólo a quienes hacían el cine español, sino que sus ironías se repartieron también por autoridades y figurones, en difícil equilibrio con la rígida censura del momento.
Con Adolfo Marsillach, la televisión nunca resultaba indiferente, y aún menos a los inquisidores oficiales
En consecuencia, obtuvo un éxito inesperado: '¡Llegó, por fin, la televisión a TVE!', gritó entusiasmado Viriato, un crítico duro: 'Ha llegado un programa pensado, escrito, realizado y presentado con un criterio ciento por ciento televisivo, y todo ello gracias al talento de Adolfo Marsillach'.
La polémica, sin embargo, también estaba servida: fueron numerosos los profesionales del cine español ofendidos por alusiones. Marsillach puso cara de travieso: 'He recibido tantas cartas de felicitación como de protesta, y varios anónimos insultantes. Muchos querían sólo saber con quién iba a meterme la próxima semana'.
Como resultado, propuso inmediatamente una nueva serie, Silencio, vivimos, quizás menos virulenta, pero que resultó igualmente escandalosa.
Él mismo la presentaba cada semana, con evidente sarcasmo: 'No se me enfaden ustedes, no se lo tomen tan a pecho. Me llevaría un disgusto muy gordo. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para caerles simpático. Incluso a ser extranjero'.
A pesar, sin embargo, de tales éxitos, Marsillach no caía simpático. Se le criticaba su estilo de señorito cultivado y algo pedante: 'Sólo con una gran pedantería o con una gran virtud puede un hombre atreverse con los demás', declaró, defendiéndose de los ataques recibidos por su siguiente serie, Fernández, punto y coma, que había colmado la paciencia de algunos críticos.
Adolfo Marsillach campaba con demasiada libertad por la pequeña pantalla, hablaba con insolencia, y su aire petulante irritó a la mayoría. De modo que, de nuevo imaginativo y valiente, sorteó la censura con Habitación 508, un juego dramático volcado en el teatro del absurdo y que dejó perplejos a incondicionales y enemigos.
Con Marsillach, la televisión nunca resultaba indiferente, y aún menos a los inquisidores oficiales, que seguían defendiendo un modelo anclado en la posguerra ('de la que aún no sé si hemos salido', declaraba por entonces Marsillach).
Le echaron.
Tras nuevos trabajos en cine y en teatro, regresó a la televisión con La señora García se confiesa, un docudrama interpretado por Lucía Bosé, y, ya en los noventa, con Tren de cercanías, un sofisticado programa de entrevistas que resultó anticuado. ¿Anticuado? Lo impensable en aquellos setenta, cuando Adolfo Marsillach supo concitar el riesgo con el humor, y renovar estilos. Hoy sería una televisión modélica.
Diego Galán es crítico.
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