Zapatero, autonomía y lenguaje
Los nacionalistas catalanes, los de CiU pero también los del PSC y de IU, donde los hay en abundancia, se preguntan a menudo sobre las buenas intenciones autonómicas de Rodríguez Zapatero. La opinión de los nacionalistas de CiU es función de la generación del que pregunta y del momento anímico de sus relaciones con el PP. Los nacionalistas que vienen de la resistencia sienten con el PSOE la solidaridad histórica que no pueden tener con el PP, pero se miran al espejo, y se ven a sí mismos en el lugar del Zapatero de turno, con lo cual dan por supuesto que hay una barrera insalvable, porque un líder español sólo puede ser españolista. La izquierda -especialmente la socialista- soslaya este prejuicio, sustituyéndolo por otro: puesto que es de los nuestros seguro que es mejor. Y, evidentemente, superar a Aznar en sensibilidad autonómica no es extremadamente difícil.
Rodríguez Zapatero habló en Barcelona y confirmó lo obvio: que de tradiciones culturales diferentes salen lenguajes diferentes. Y los términos que utiliza un líder político español -por muy bien predispuesto que esté- para hablar de España en Cataluña chirrían en relación con el lenguaje político local, del mismo modo que en Madrid resultan inevitablemente idiosincráticos los discursos con apelación catalana. En principio no debe ser ni un motivo de sorpresa, ni un motivo de rechazo, salvo que la distancia se convierta en barrera impermeable. Porque debería ser bueno a uno y otro lado el reconocimiento permanente de la fragilidad y, a veces, del localismo de los lugares comunes de la vida pública. Cuando un país es prisionero de sus propias palabras, más allá incluso de que éstas signifiquen alguna cosa, se está produciendo un desfase que conducirá inexorablemente a que alguien quede en fuera de juego. Ya se sabe, la diferencia sólo es interesante en la medida en que es capaz de significación universal. El problema en la relación Cataluña-España es que la obsolescencia del lenguaje está presente en los dos lados. Y los intentos de renovarlo son a menudo cacofónicos como el 'patriotismo constitucional'. Sobre el que Rodríguez Zapatero, que parece decidido a no entrar más en una disputa absurda por el concepto con el Partido Popular, hizo una aclaración interesante: patriotismo constitucional, dijo, puede servir para defender las libertades en el País Vasco pero no como expresión de una idea de España.
Alguien debería advertir a Zapatero sobre algunos de los extremos del lenguaje político que utiliza. Utopía y destino -que recuerdan viejos comunitarismos de la peor especie que afortunadamente no volverán- con los que empezó su disertación, ponen en guardia a cualquier oído medianamente sensible. La retórica sobre la riqueza de la diversidad destila inevitablemente tonos de archivo de la cortesía. Y la tolerancia no puede ser la figura articular de una política de izquierdas. La tolerancia no es el reconocimiento del otro en plena igualdad, la tolerancia es perdonar la vida al otro, que es algo muy distinto. La tolerancia no es un derecho, sino una concesión del poder. Se entiende la intención de Zapatero, pero no creo que la palabra utilizada sea la más feliz. Y, desde luego, en materia autonómica es por lo menos equívoca: ¿el reconocimiento de las identidades como generosa concesión del Estado? Es verdad que el Estado ha cedido y cede poder, pero también es cierto que si lo ha hecho ha sido porque ha habido una presión política real. Del lenguaje nacionalista periférico, Zapatero ha asumido la palabra identidad, que no es precisamente lo mejor, porque tiene algo de cerrado y autocomplaciente que no cuadra mucho con el horizonte de la sociedad abierta. Hablar del País Vasco y de Cataluña como autonomías con vocación identitaria es un eufemismo para evitar la palabra nación, que no estoy seguro que mejore la realidad.
Y, sin embargo, superado un arranque absurdamente retórico de su intervención, Rodríguez Zapatero ha dado argumentos para los que creen que el estado autonómico tiene un horizonte más interesante con él que con José María Aznar. La diversidad no puede aceptarse a regañadientes, dijo, e intentó demostrarlo con sus propuestas. Precisamente cuando Artur Mas habla de un hipotético consenso de futuro para dar por cerrado el estado de las autonomías, Rodríguez Zapatero plantea el modelo federal -para España y para Europa- como proceso de construcción entre todos, sin otros límites que los que vaya definiendo la acción conjunta. Zapatero se situó entre los que quieren construir la idea de España cada día y no entre los que dicen ya tenerla o los que quieren huir de ella, lo cual es fundamentalmente un reconocimiento de la realidad dinámica de un mundo acelerado.
En el centro del razonamiento de Zapatero, Europa. En esta perspectiva apela a una verdadera redefinición de España, sin miedo a ceder soberanía hacia arriba y hacia abajo. Con énfasis especial en el poder local. La reforma del Senado es el eslabón con el que Zapatero confirma su idea de que la Constitución no es algo intocable. La reinvención de la Administración -en todos los ámbitos- es quizá el mayor desafío, sobre todo con objetivos tan admirables como la transparencia llevada hasta el punto de que la ciudadanía pueda consultar la ejecución del presupuesto en tiempo real. ¿Se acordará de ello cuando esté en la Moncloa?
Para satisfacción de Maragall, Zapatero no sólo quiere que caminemos todos juntos sino que lo 'sintamos'. Es decir, no basta con la cooperación, sino que aspira al afecto. De momento, sin embargo, nos podríamos dar por satisfechos con un mayor conocimiento mutuo que no condenara a diferencias tan abismales en el lenguaje, que enfrían cualquier relación, por bien intencionado que esté.
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