El gallego que quería ser querido
Hace unos meses, comiendo un enorme plato de pulpo con patatas en su piso de Iria Flavia, situado en la Casa de los Canónigos, actual sede de la fundación que lleva su nombre, Camilo José Cela me dijo que le gustaría recoger en un volumen todos los textos gallegos que él mismo había acogido durante años, y en épocas difíciles, en las páginas de la revista Papeles de Son Armadans.
Era una de las muchas heridas que no tenía curadas. Un par de años antes, durante una rueda de prensa a la que yo asistía con él, alguien le preguntó por qué no escribía una novela en gallego. La respuesta me pareció sorprendente. Dijo que no escribía en gallego porque ésa no había sido nunca su lengua, aunque la hablaba y la leía con mucho gusto. De todos modos -añadió-, algunas cosas he escrito, más que nada por patriotismo. La mala fortuna de una desdichada frase sobre Federico García Lorca, apenas susurrada para mí en privado, fue perfectamente recogida por una grabadora digital que sirvió para montar el consiguiente escándalo. El Cela que se había confesado patriota gallego quedó enterrado, como si lo sepultasen bajo diez palmos de tierra, en miles de palabras de indignación por llamarle maricón a un poeta sobre quien había escrito antes páginas muy hermosas.
Cela siempre se comportó así, caballero la mayor parte de las veces, pero a veces también un poco legionario. Aunque el segundo fue muy celebrado por sus audacias lingüísticas en los años pacatos de la beatería franquista, ñoña y cursi, no se percató de que, en democracia, a la lengua se le exige sobre todo que sea políticamente correcta. La de Cela no siempre lo era. Algunas opiniones acerca de la lengua gallega, por ejemplo, muy distintas del fervor patriótico que exhibió en aquella rueda de prensa, le crearon problemas, de modo especial con las gentes del gremio. Como el plato de la balanza caía fuertemente de su lado, no lo entendía.
Había acogido a conocidos poetas galleguistas perseguidos, en su maravillosa revista. Había renunciado a ofertas multimillonarias de diversas universidades norteamericanas para que les cediese sus fondos y su archivo (más de 70.000 cartas, las de Picasso y las de Alberti, entre otras, generosamente ilustradas), pero él quiso situar sus cuadros (picassos, mirós, zabaletas, tàpies, violas, alexandros) y su fundación en su pueblo natal de Iria Flavia, no lejos de la Casa Museo de Rosalía de Castro.
Premio Nobel de Literatura, doctor honoris causa por universidades posibles e imposibles, miembro de todas las cofradías, santas y no santas, traducido a todas las lenguas, incluido el esperanto (y el gallego), con su nombre puesto a docenas de calles y plazas por parte de ayuntamientos grandes y pequeños, cartero honorario con franqueo propio y sin necesidad de pegar sello en las cartas, todo. Pero sentía como si en Galicia no lo reconociesen como gallego, él que había conseguido retirar del Diccionario de la Academia una acepción infamante que humillaba a las gentes de su tierra.
Ésta fue siempre su tierra. Una parte importante de su obra transcurre en ella, con tanta garra que muchas veces se vio obligado a incluir, a modo de apéndice, pequeños diccionarios destinados a aclarar para los lectores de fuera la lengua empleada, mitad gallega, mitad castellana, esta última salpicada de aquélla. Me lo dijo todavía el verano pasado: 'Si yo no soy gallego, ¿qué cojones quieren que sea? ¿Chino? Está claro que para hacer y decir desatinos, no hay como los gallegos y los chinos'.
Se quedó sorprendido cuando el verano pasado, las invitaciones que cursó a un grupo de escritores gallegos para que participasen en el curso de verano dedicado al estudio de su obra fueron unánimemente aceptadas. Se lo dije el último día: 'Ya ves que no te quieren mal'. Me contestó: 'Pues a ver si vas a tener razón'. No estoy seguro de que tuviese toda la razón, pero le dije: 'Además, ¿por qué no te iban a querer bien?'. Desde luego, sería un desatino. Más gallego que chino.
Carlos Casares es escritor.
Babelia
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