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Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

El tentetieso

En medio del ruidoso tinglado de la narrativa española, Camilo José Cela se ha mantenido, durante 60 años, inconmovible en su puesto principal, 'como un tentetieso de barraca de feria'. Durante 60 años. Eso supone que una inmensa mayoría de hispanohablantes aprendieron a leer cuando Cela era ya un autor acreditado y muy difundido.

La mayor parte de quienes, en la actualidad, aseguran haber leído La familia de Pascual Duarte o La colmena (y son legión), lo hicieron en la escuela, como ocurre todavía con el Lazarillo, o antaño con el Quijote. Celebrado desde muy pronto como un clásico contemporáneo, Cela forma parte del común denominador cultural de prácticamente todos los españoles. Lo cual viene a constituir un privilegio más bien problemático, pues relegó a Cela, demasiado tempranamente, a una especie de limbo literario: aquel en el que ingresan los autores más o menos indiscutibles a los que, por consabidos, ya no hace falta leer.

Comparte una concepción del hombre profundamente contemporánea que tiene mucho que ver con la que ha irradiado desde la mejor literatura norteamericana
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Habría que preguntarse para cuántos de quienes lo dan por leído, la lectura efectiva de Cela ha sido una elección deliberada de su madurez como lectores. Cuántos, entre los muchos que ostentosamente lo ignoran o lo execran, han recorrido juiciosamente la prodigiosa secuencia estilística que, en el transcurso de medio siglo, conduce desde La familia de Pascual Duarte hasta Cristo versus Arizona.

Por si fuera poco, ocurre que ese medio siglo quedó marcado por una situación política y cultural dentro de la cual el propio Cela hubo de desempeñar, a menudo con regocijo, el papel de baladrón y de monigote. ¿Quién podía esperar que se leyera con ecuanimidad, menos todavía con curiosidad, a quien, sobre haber estado siempre ahí, como los retratos de Franco (o luego los del Rey), lo estuvo siempre de un modo bronco, aparatoso e impertérrito? 'La vejez', escribía Cela en 1950, cuando le quedaba mucho para ser él mismo un viejo, 'suele ser cínica y acomodaticia, egoísta y poco respetable'. Pero saberlo de antemano no le evitó a Cela ser todo eso. Y la consideración de su obra quedó perjudicada por su propia longevidad.

Todavía una cosa más viene a concurrir para que, pese a todas las apariencias, Cela resulte ser un autor deficientemente leído: su mundo narrativo no evoluciona ni moral, ni filosófica, ni ideológicamente. Desde el principio se instala en una perspectiva de la sociedad, de la historia, de la cultura, resignadamente antihumanística. 'Quisiera desarrollar la idea de que el hombre sano no tiene ideas', declaraba Cela en la nota que antepuso a la tercera edición de La colmena. Y añadía: 'Las ideas son un atavismo -algún día se reconocerá-, jamás una cultura y menos aún una tradición. La cultura y la tradición del hombre, como la cultura y la tradición de la hiena y de la hormiga, pudieran orientarse sobre una rosa de tres solos vientos: comer, reproducirse y destruirse'.

A la altura de 1957, en los años más negros de franquismo, declaraciones de este tipo podían atraer las simpatías de muy pocos, sobre todo si quien las profería gozaba de los consentimientos del régimen. Pero entretanto no hay que olvidar que, ya desde su primer libro, La familia de Pascual Duarte, Cela agarra por la médula el tema de la guerra civil, que determina el eje principal de su obra, y el tratamiento que hace de ella resulta, en relación tanto a la retórica del régimen como de quienes se le oponían, profundamente subversivo.

Sobrarán ocasiones, con motivo de su muerte, de glosar el genio idiomático de Cela, su increíble talento como estilista. Toda su obra progresa en la dirección de dar cabida, en el asombroso caudal de su prosa, a una muchedumbre cada vez más abigarrada de sórdida y común y chata humanidad. El correlato de su escritura serían las abarrotadas escenas bíblicas de Brueghel el Viejo, minuciosas y sensuales, en las que, distrayendo la anécdota principal, centenares de personajes reclaman para sí la atención del espectador. Sólo un complicado arte de la estructura, casi inapreciable de cerca, por cuanto actúa desde el nivel de la sintaxis, permite a Cela atrapar con maestría creciente, como en una tela de araña, la concurrida fauna de sus criaturas, organizándolas en su muy particular visión de la condición humana. Pues 'hay una ley de la nostalgia geométrica, la verdad es que no es demasiado conocida, que gobierna el caos; su clave es muy difícil pero existe, ¡vaya si existe!', y no cabe duda de que Cela la conoció.

Lo que será más raro oír en estos días es que, con toda su pose y su pedestal carpetovetónicos, Cela comparte espontáneamente, pero también a través de lecturas e influencias mucho más amplias de las que suelen atribuírsele, una concepción del hombre profundamente contemporánea que, con su violencia y su elementalidad, tiene mucho que ver con la que, a lo largo de todo este siglo, ha irradiado desde la mejor literatura norteamericana. Por ahí conecta Cela, imprevistamente, con las más jóvenes generaciones, que leen una novela como Cristo versus Arizona, en torno al legendario duelo del O.K. Corral, como una suerte de cómic nihilista. Y ocurre que instintivamente asumen, algunos de los llamados jóvenes narradores, algunos rasgos de escritura característicos de Cela, como venía a ocurrir, por ejemplo, en la primera novela de Ray Loriga, Lo peor de todo, con el gusto por las onomásticas abigarradas, la desinhibición escatológica, o, más sutilmente, con los reiterados quiebros del discurso monológico, su aparente aleatoriedad, sus reiteraciones, la indiferente yuxtaposición de enunciados antagónicos.

El tremendismo con que se etiquetó, en el momento de su aparición, una novela como el Pascual Duarte, aparece en la actualidad, desde la perspectiva del tiempo transcurrido, como una de las corrientes estilísticas más poderosas y más vigentes del siglo XX, en España y fuera de ella. Lo cual deja pocas dudas acerca de la prolongada vigencia que aguarda a quien, hasta ayer mismo, fue, para bien y para mal, pero con todo derecho, el más conspicuo, enojoso y caracterizado representante de la narrativa española de la segunda mitad de siglo.

Camilo José Cela, sentado junto a Francisco Rabal, durante el rodaje de La colmena, de Mario Camus.
Camilo José Cela, sentado junto a Francisco Rabal, durante el rodaje de La colmena, de Mario Camus.

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