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Tribuna:
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La LOU ya es ley

Cuando se aprobó en el pleno del Congreso, a finales de diciembre, el último trámite de la votación de las enmiendas del Senado a la Ley Orgánica de Universidades, la Sra. ministra respondió, en pie, agradeciendo los nutridos aplausos que le propinaban desde su grupo parlamentario. No pude ver si el grupo catalán de Convergencia y Unió y el de Coalición Canaria también aplaudían. El sentido de los aplausos de los populares era, sin duda, por haber logrado acabar un trámite parlamentario que había sido tan discutido y tan accidentado. ¿Cuántos de ellos aplaudían también porque pensaban que habían sacado a la Universidad de la corrupción y de la defensa de intereses mezquinos? ¿Por qué aplaudían los diputados de Convergencia y Unió? ¿También podían pensar que habían liberado a la Universidad de sus males? Creo que muchos estaban, al votar y al aplaudir, más tristes y más confusos que cuando perdían una votación. Y creo, o mejor dicho sé, que ese resultado también ha creado desasosiego en más de un diputado del Partido Popular. Los más sensatos han contemplado con preocupación las toneladas de cieno y de basura que se han vertido sobre los rectores, sobre las Universidades, sobre los profesores, sobre el personal de administración y servicios, e incluso sobre los estudiantes, a los que se ha acusado de tontos útiles y de ignorantes.

¿Cómo pueden, de repente, dejarse de lado las cifras y las estadísticas que describen, sin duda, una mejora importante de la Universidad española, de su docencia, de su investigación, de sus relaciones en I+D con las empresas y con la sociedad en general? ¿Cómo puede, de repente, abandonarse el respeto y el sentido del equilibrio, y construir una acusación masiva contra todos los rectores y demás dirigentes académicos, acusándoles de corrupción, de mal uso de los medios públicos, de defensa de intereses particulares, de colocación de sus amigos y de otro sinnúmero de fechorías y de desmanes?

Pero sobre todo, ¿cómo puede la ministra responsable y sus colaboradores impulsar una campaña gigantesca de desprestigio de la Universidad cuando su función debe ser, según creo, apoyarla, defenderla y promover su desarrollo? ¿Es que consideraban que la única forma de salir de la crisis era destruir lo existente y empezar de nuevo con la Ley Orgánica de Universidades? ¿Estaba justificada una tan alta opinión de sí mismos y una tan baja de todos los demás responsables universitarios? Y sobre todo, ¿eran papel mojado, eran impulsos vacíos, los esfuerzos que muchos de nosotros habíamos realizado durante años? ¿Estaban confundidas las Universidades europeas y americanas cuando venían a buscar a alguna de nuestras Universidades, por su calidad y por su excelencia? En definitiva, ¿estaba justificada la arrogancia y la prepotencia, el trato despectivo y desconsiderado con el que habíamos sido distinguidos personas e instituciones, antes honorables, y que habíamos pasado a ser despreciables, sospechosas y culpables de un sinnúmero de males?

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Todo esto me lo preguntaba yo al ver a la Sra. ministra responder con ademanes de agradecimiento a los cerrados aplausos de sus correligionarios. ¿Estaría pensando que había salvado a la Universidad de sus vicios o simplemente que había logrado aprobar una ley contra viento y marea, como una heroína de tragedia griega que había luchado contra los malos y les había vencido, o ambas cosas?

En todo caso, podía ser una victoria pírrica. Ni un solo rector, ni una sola junta de gobierno, ni un solo claustro la habían apoyado, y había dejado, con las vacaciones, a todas las Universidades en pie de guerra.

Sin duda seguirán recursos de inconstitucionalidad, cuestión de inconstitucionalidad, recursos de amparo y contencioso administrativos, por quienes pueden plantearlos y consideran que la Ley puede tener contenidos inconstitucionales o que los numerosos reglamentos de desarrollo pueden ser inconstitucionales o ilegales. No es éste el tema de esta reflexión, pero sin duda habría que evitar la demonización de los recurrentes y una nueva campaña mediática poco rigurosa y muy insultante. Quien esto escribe ha sido atacado como uno de los líderes de la protesta.

Todavía el último día del año un distinguido jurista me hace dirigente de un estridente griterío, que dice se ha venido abajo como un castillo de naipes una vez aprobada la LOU. A la falta de respeto por el discrepante, por quien no dice amén y expresa su desacuerdo, se une un gran desconocimiento de la vida universitaria. Haría mal la Sra. ministra en hacer caso a estos aduladores. Probablemente le hubiera ido mejor si hubiera escuchado a muchas leales voces discrepantes. Pero la posesión de la verdad y la descalificación de las opiniones adversas, en una alianza entre leninismo y agustinismo, le impidieron intentar siquiera acercar posiciones. Lo que la Sra. ministra llama diálogo no es sino una vana repetición de sus argumentos, sin ningún intento por comprender las posiciones que expresaban diferencias o desacuerdos.

A esas voces individuales, como la mía y a las de otras autoridades académicas, y de los colectivos universitarios, se les han opuesto insultos, descalificaciones, burlas y calumnias de muchos mercenarios de la pluma, y de muchos entusiastas que sin necesidad se han unido al coro de las imprecaciones, sin precio, y como amateurs. Expresaban estos últimos sus frustraciones, sus envidias y sus obsesiones.

Pero nada de eso va a cerrar la boca a la Universidad. Si dejásemos de decir lo que pensamos estaríamos en una Universidad muerta. Por eso hay que responder al poder con palabras de Quevedo:

No he de callar, por más que con el dedo

Ya tocando la boca o ya la frente

Silencio avisos o amenaces miedo

¿No ha de haber un espíritu valiente?

¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?

¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

Éste es el panorama con la aprobación de la Ley, en el marco de una amplia convocatoria de plazas, también atribuida como mal absoluto a los rectores, y con un desprecio total por los miles de candidatos que llevan años y años haciendo el cursus honorum de la carrera universitaria. De nuevo el maniqueísmo. Estos candidatos son corruptos y consecuencia del amiguismo. Los que vendrán después, muchos que aún ni siquiera han iniciado su carrera universitaria, serán puros, decentes, competentes, universitarios, frustrados en sus aspiraciones por esta cohorte de pedigüeños. Una vez más la generalización de la mentira y la falta de respeto.

Hay mucha herida viva, mucha tensión y mucha irritación en la Universidad entre todos los sectores, y haría mal la Sra. ministra en persistir en el talante y en la metodología que le han llevado hasta el punto actual. Eso sólo puede desembocar en una catástrofe. Se debe cambiar el estilo, el mensaje y el tono de voz. Se deberá devolver el respeto a las instituciones universitarias, que lo han perdido porque han sido despojadas de su dignidad, y restaurar el diálogo de buena fe. Y a cada Universidad reparar los agravios particulares que ha sufrido. Yo sólo puedo hablar de los ciento cincuenta millones no aprobados pese al acuerdo en firme con el anterior ministro, Sr. Rajoy, para subvencionar la construcción de Colegios Mayores y Residencias de estudiantes. Si fue su castigo por ser discrepante, debe ser levantado, si se desea un nuevo clima o simplemente porque es injusto y arbitrario. Otros tendrán otros agravios, aunque no sé si podrán poner como testigos del suyo a Mariano Rajoy y a Jorge Fernández como yo puedo hacerlo en relación con la Universidad Carlos III.

Si no se hace un cambio de rumbo, mala tempora currunt para las Universidades y para la paz social. De la responsabilidad del Gobierno y de la ministra hay que esperar esos gestos pacificadores. Aun así nada es seguro, y desde luego los próximos años van a ser de turbulencia. Nosotros no hemos empezado, ni somos responsables únicos de que todo termine bien. Nunca hemos faltado al respeto debido a las autoridades del Ministerio ni a la ministra. Bastaría que nos imitasen aunque sólo fuera en eso.

Gregorio Peces-Barba Martínez es rector de la Universidad Carlos III de Madrid.

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