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Columna
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Desagüe

Fui invitado a almorzar en casa de unos señores muy finos. El comedor tenía una vitrina con cristalería heredada de tres generaciones, un bodegón de Van der Meer, algunos óleos del XIX, un aparador en cuyo mármol había una foto del rey dedicada a esta familia, que ahora estaba sentada a la mesa y se componía de un alto financiero, de su mujer escandinava experta en elefantes antiguos de jade y de dos vástagos rubios, todo servido por una fámula con cofia y puños de almidón que mostraba los manjares levantando las cúpulas de las bandejas de plata con una sonrisa oriental. Había también otros invitados, gente académica, de cuello con pajarita. Se hablaba de la nueva galaxia que se acaba de descubrir y de ella se bajaba para encomiar la excelencia de la pularda y luego un comensal se iba hacia un poeta inglés del siglo XVIII y otro regresaba con un comentario sobre un cuarteto de Schubert. Cualquier discusión que hubiera en la mesa se solventaba elogiando unánimemente el vino, cosecha del 92. Las alfombras y paredes enteladas insonorizaban el debate que pugnaba por alcanzar una ironía británica. Hubo un momento en que la conversación abandonó el tema de la pintura prerrafaelista y comenzó a derivar hacia la política nacional. Fue entonces cuando en el techo del comedor se produjo una ruidosa descarga. El vecino del piso de arriba había tirado de la cadena del retrete, la taza había efectuado un remolino estremecedor y parecía que todo el detritus iba a caer sobre nuestras cabezas. El estruendo del desagüe cuya vertiente pasaba por detrás del bodegón del siglo XVII hizo que todos los comensales callaran, pero nadie se dio por enterado. Después de este silencio indeciso la conversación volvió a tomar altura, aunque entre idea e idea se oía a la perfección la cisterna que se estaba llenando de nuevo. La siguiente descarga se realizó mientras la fámula servía un solomillo con emulsión de calotas, al tiempo que alguien dejaba de lado su opinión sobre la muestra del Guggenheim para plantear el problema del terrorismo. La masa de excrementos volvió a sonar en el techo. Lo hizo tres veces más hasta que llegaron los licores y siempre coincidió con una bajada de nivel en la conversación o bien porque una caída de espíritu en cualquier comensal excitaba secretamente la cloaca y aunque el desagüe discurría por detrás de los óleos, no obstante, dejaba en todo aquel espacio exquisito una sensación de letrina. Así es el mundo, pensé. Tal vez eso es la cultura.

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