Reivindicación del rey Alfonso
Recientes todavía los dos gruesos volúmenes sobre el reinado de Alfonso XIII escritos por Carlos Seco y Javier Tusell para la Historia de España Menéndez Pidal, aparecen ahora dos biografías de muy diverso alcance sobre la figura y la obra de este 'rey polémico'. Seco presenta la suya como una mezcla de ensayo y erudición, lamentando que su ímprobo trabajo anterior no alcanzara el eco merecido; Tusell y García Queipo de Llano aspiran a algo más, quizá a la definitiva biografía política de Alfonso XIII, no sólo por la extensión, sino por la sólida base documental que sostiene su relato. Dos trabajos, pues, coincidentes en el tiempo pero distantes por su aliento y envergadura.
Ateniéndose a las características de la colección para la que escribe su libro, Seco comienza proyectando una mirada sobre el rey para luego ocuparse de su reinado. De lo primero, el lector obtiene lo que podría esperar de alguien que todavía llama súbditos a los ciudadanos y que en alguna ocasión ha confesado sentir, en presencia de Sus Majestades, la magia de la realeza. Tal vez por esta actitud reverencial, Alfonso XIII aparece desde las primeras páginas revestido de arrogancia simpática, muy española, de distinción regia, la mirada viva y penetrante, el encanto de una sonrisa campechana, la prestancia de una figura elevada y esbelta como una espada... Más aún, desde su adolescencia, el rey intuía lo que el pueblo requería en cada coyuntura crítica, superando las ficciones del viciado sistema parlamentario.
ALFONSO XIII
Carlos Seco Serrano Arlanza. Madrid, 2001 297 páginas. 14,27 euros
ALFONSO XIII. EL REY POLÉMICO
Javier Tusell y Genoveva García Queipo de Llano Taurus. Madrid, 2001 765 páginas. 19,70 euros
Con semejante arranque, ya se comprende la continuación. Dos grandes amores dominan la vida del rey: su patria y su madre. De ellos extrajo energía para mostrar siempre un valor a toda prueba y por ellos recibió el calor del entusiasmo popular, sin que el fracaso de su matrimonio le llevara a evadirse en amoríos varios, de los que sólo alcanzó serias proporciones el de Carmen Ruiz Moragas. Lo cual no obsta, todo lo contrario, para que la reina Victoria Eugenia supiera mantener siempre una actitud de gran dignidad. Ni siquiera la dignidad personal del rey sufrió deslustre alguno con los episodios galantes que salpicaron su exilio en Francia, una forma de 'compensación humana' que encuentra en Seco una comprensión también muy española.
Estas, y otras de similar tenor, pinceladas biográficas sirven a modo de preámbulo de las páginas dedicadas al reinado. En ellas, lo que importa es la alta clase política. En su relato, Seco sale pocas veces a la calle, a ver el país, a darse una vuelta por el campo y las ciudades. Del país y de sus gentes, no hay nada: sólo de palacio y de los presidentes del Consejo de Ministros o candidatos al puesto: Sagasta, Silvela, Montero Ríos, Moret, Maura, Canalejas, Romanones, Dato, Cambó, Alba... Nombres familiares, con los que Seco ha mantenido un largo trato y a quienes conoce perfectamente. Aquí vuelven otra vez a escena para protagonizar de nuevo una representación que en los momentos críticos es conocida, gracias entre otros a previos trabajos del autor, y en los rutinarios, olvidable.
Lo asombroso de esta revisi
ta a palacio consiste en presenciar cómo un rey que acierta en todo, gran estadista, dotado de arraigadas virtudes, que ni siquiera en sus amoríos se salió de su papel, presidiendo un reinado que trajo a España días de progreso y bienestar, termina desasistido, sin nadie en quien confiar. Seco resuelve la contradicción recurriendo a las dos leyendas más resistentes sobre la caída de la monarquía. La primera, el abandonismo de los políticos; la segunda, que no quiso derramamientos de sangre. Pero lo primero no explica nada; debe ser explicado; y lo segundo es una fábula: el rey acabó solo; nadie que contara estaba dispuesto a derramar no ya una gota de sangre, ni siquiera una lágrima por él.
Tusell y García Queipo de Llano tampoco son nuevos en estas lides. Sus -de ambos, juntos o por separado- estudios sobre este periodo son numerosos. Pero aquí no se repiten; éste es un libro nuevo, no un refrito. La novedad cae sobre todo del lado de la documentación utilizada más que de las tesis sostenidas sobre la política y sus protagonistas; papeles del archivo de palacio y de varias cancillerías, que no modifican sustancialmente ni lo que ya se conocía del reinado ni su interpretación, aunque lo matizan y completan. A los autores les importa sobre todo reconstruir con detalle la 'sucesión encadenada de acontecimientos' y lo consiguen glosando generosamente informes de embajadores, memorandos de variada procedencia, apuntes, notas, cartas que llegaron a palacio, entrevistas, memorias. Su libro contiene un caudal inagotable de puntos de vista, observaciones, matices, hasta hoy inéditos.
Sin restar ni un ápice de valor a tantos testimonios que permiten precisar la trama de las sucesivas crisis por las que atravesó la monarquía, el problema surge cuando se quiere dar cuenta de todas ellas y de la deriva dictatorial y caída final del régimen. El rey se presenta como paradigma de regeneracionismo y liberalismo; y el sistema que preside se define como liberal. Ahora bien, ese sistema liberal fracasa no ya porque -como los autores afirman- sea incapaz de transitar hacia la democracia, sino porque desemboca en un golpe de Estado militar que, si no de real orden, sí fue de real beneplácito. ¿Puede explicarse este fracaso por la mera sucesión encadenada de acontecimientos? No, claro está. Y entonces, cuando la magnitud de una crisis transciende el encadenamiento de sucesos, los autores sustituyen su individualismo metodológico por explicaciones deterministas como que los actores fueron arrastrados por los acontecimientos; que las circunstancias predeterminaron la acción; que no fracasó el rey, fracasó la sociedad.
De modo que Tusell y García Queipo de Llano nos dicen mucho de lo que ocurrió entre los bastidores de la representación política, pero esa reconstrucción acaba en argumento circular cuando pretenden explicar por qué llegó una dictadura militar, por qué sucumbió la monarquía, por qué no transitó el sistema desde el liberalismo hasta la democracia. A modo de justificación de la conducta del rey, el régimen, nos recuerdan una y otra vez, era liberal, no democrático. Pero con esta invocación, que quiere explicarlo todo, no se entiende nada, pues allí donde un sistema liberal ha funcionado medianamente bien en su cabeza y en su base, el proceso de democratización ha avanzado, no retrocedido. Si en la España del siglo XX, para instaurar la primera democracia, el rey tuvo que abandonar la escena, es que algo pasaba con su tan celebrado liberalismo.
Lo que pasaba es que de liberalismo, en la España de la Restauración, se despachaba, en los años de abundancia, un cuarto y mitad; en los de hambre, la mitad de un cuarto. El prurito de 'normalización' de la historia de España da por cierto que el de la Restauración era un sistema liberal, llevando a la letra pequeña la creciente autonomía y extensión del poder militar, los retrocesos en la laicidad del Estado, el sistemático fraude electoral, la reiterada suspensión de las garantías constitucionales, los prolongados y abusivos cierres del Parlamento. En realidad, dudosamente liberal en la práctica, el sistema nunca llegó a funcionar como tal en sus instituciones básicas. Por muy polisémica que sea la voz liberal, dos cosas al menos debe incluir: en lo político, instituciones representativas; en lo social, autonomía de la sociedad civil respecto del Estado. De lo primero, en la Restauración, sólo había la apariencia: las Cortes no representaron nunca a la opinión; representaban el resultado de una negociación entre los miembros de una oligarquía política basada en el clientelismo: los diputados se cooptaban, no se elegían. Y ese cierre sobre sí mismo del sistema político impedía que la sociedad civil respirara a su aire, como advirtieron los observadores más lúcidos de la época. Los políticos giran y giran, salen de una crisis para meterse en otra, perciben su lejanía de la opinión, pero son incapaces, todos, sin excepción, del rey al último presidente del consejo de ministros, de romper el maleficio.
Agotada su capacidad de re
novación, el sistema dejó de ser liberal incluso en la apariencia: se mudó en dictadura militar, ése fue su triste destino. Cuando el dictador cayó, la gente dijo buuufff y al año sucumbió la monarquía. Y al rey no le quedó más salida que el exilio, dejando en palacio a la familia. El problema, al caer la monarquía, no es que del liberalismo no se transitara a la democracia; el problema es que lo desaparecido nunca llegó a ser un sistema liberal y acabó siendo una dictadura. ¿Quién fue el responsable? Hombre, cuando un régimen político se derrumba por sí solo, sin que nadie empuje lo suficiente para derribarlo, nunca hay un único responsable; pero, en fin, Alfonso XIII era jefe de aquel Estado y, como demuestran con sobrada erudición, riqueza de detalle y multitud de fuentes inéditas Tusell y Queipo de Llano, ejerció su papel a conciencia.
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