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Un país cambiado, ¿en qué dirección?

Al hacer mi primer viaje a Nueva York tras los acontecimientos del 11 de setiembre, tuve una sorpresa: la entrada al Lincoln Tunnel estaba militarizada, con soldados armados y protegidos con chalecos antibalas. El tránsito se movía lentamente, en medio de una maraña de barreras y desvíos que permitían un control más estricto de vehículos y pasajeros. Una segunda sorpresa ocurrió al entrar al Metropolitan Museum, donde un guardia de seguridad me pidió que abriese mi inocente maletín para comprobar que no llevaba nada peligroso. El hábito general de andar libremente por la calle o entrar y salir de lugares públicos había sido reemplazado por una regla sombría: la de que todos debemos sospechar de todos para estar más protegidos; en ese sentido, nada parecía excesivo o ridículo.

Hice el viaje semanas después de esa fecha para ver y hacer cosas que me interesaban, pero un poco por tomarle el pulso a la ciudad. Sin dejar de ser lo que siempre fue, en Nueva York se respiraba una atmósfera distinta: el ultranacionalismo que se ha extendido por todo Estados Unidos -con un continuo despliegue de banderas, lemas optimistas y mensajes televisivos que tratan de convertir la tragedia en un nuevo comienzo del espíritu norteamericano- estaba aquí en todo su apogeo, porque si Washington -que también fue golpeado- es el centro administrativo-político de la nación, su corazón financiero, cultural y emocional es Nueva York.

El patriotismo había invadido hasta las grandes vitrinas de las exclusivas tiendas de la Quinta Avenida y la Madison: en vez de ropa u objetos finos, las vitrinas estaban íntegramente cubiertas por la bandera nacional; exhibían el símbolo de su orgullo y su fe. Durante varias semanas observé también que en los anuncios en los periódicos habían desaparecido los objetos de lujo más decadente, lo mismo que la más sensual ropa interior femenina. En un periodo de recogimiento y grave meditación nacional, cualquier referencia a esos objetos parecía tan inapropiada como un concierto de Madonna en homenaje a la Madre Teresa. Todos se esforzaban por ser mejores, o al menos parecer mejores, mediante actos de caridad o abnegación. Para recordarles la tragedia que han sufrido y para brindarles una forma de compensación por vía informativa, The New York Times aún sigue publicando una sección especial de varias páginas y sin un solo aviso titulada A Nation Challenged; es un testimonio de que somos sobrevivientes de algo terrible.

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Han pasado ya algunos meses y, progresivamente, el 11 de setiembre se va diluyendo en el flujo de la actualidad, pero consolidándose como un símbolo perenne, enquistado en la memoria colectiva del país como un día de infamia, como un segundo Pearl Harbor que nadie puede atreverse a olvidar o dar por concluido. Un factor que ha ayudado a restañar la profunda herida del alma norteamericana es el triunfo militar alcanzado -más rápidamente de lo que se pensaba- en las montañas de Afganistán, poniendo en fuga así al siniestro régimen talibán y al odiadísimo Osama Bin Laden. La hidra terrorista tiene muchas cabezas, pero hay que alegrarse de que una de las más grandes haya sido cercenada; se trata de una victoria inicial, pero indudable, que otorga cierto elemento de justa unción a la gigantesca operación militar montada para dar con los culpables. Las víctimas de las Torres Gemelas ya tienen sus héroes redentores y la confirmación de la supremacía militar del país atacado. Al confirmar que Estados Unidos siempre está dispuesto a actuar por la fuerza si la razón falla, el férreo pragmatismo de un orden regido por una solitaria potencia ha quedado consagrado, dejando en ridículo los argumentos de los pacifistas.

¿Debe considerarse esto también como una victoria moral para Estados Unidos? Tal vez no. Aparte de la humillación que significó haber sufrido un ataque terrorista de monumentales proporciones que ni la CIA y el FBI fueron capaces de detectar pese a sus incalculables recursos, hay un aspecto en el que el triunfo del terrorismo no tiene atenuantes: ha forzado la renuncia de su enemigo a algunos de los más básicos principios de su organización social, que son la verdadera razón de su grandeza como comunidad. El terror la ha puesto en el indeseable dilema entre libertad y seguridad, y la ha obligado a optar por la segunda, siguiendo un natural instinto de conservación. Hoy, en los Estados Unidos la mayoría acepta la idea de sufrir más restricciones en su vida diaria, a renunciar a garantías esenciales como la privacidad de las comunicaciones telefónicas, la garantía de no ser detenido sin cargos específicos por tiempo prolongado (como el que están padeciendo varios centenares de individuos de origen árabe), el derecho a no ser hostigado por razones étnicas o religiosas, etc. Los inmigrantes ilegales, en particular, están sufriendo las duras consecuencias de este nuevo clima de desconfianza o sospecha generalizadas contra 'los otros' o los que luzcan como ellos. No es de extrañar, por eso, que la ya frenética venta de armas en el país haya aumentado un 26% desde el 11 de septiembre: andar armado es la única garantía en un mundo de malvados y fanáticos.

En el plano internacional, algunas consecuencias de las necesidades del espíritu bélico ya se están sintiendo. La feroz represión rusa contra los separatistas chechenos es contemplada ahora por Estados Unidos y sus aliados con un ojo benevolente, como parte de la lucha mundial contra el terrorismo. La misma excusa ha sido usada en el conflicto del Oriente Próximo, donde Ariel Sharon ha renunciado a negociar la paz y ha llevado su propia 'guerra al terrorismo' al extremo de cortar todo vínculo con Arafat, lo cual es como echar más leña al fuego en toda la región. Y un nuevo aliado estratégico de Estados Unidos en la zona es el implacable régimen de Islam Karimov, antiguo jefe del Partido Comunista y ahora líder de Uzbekistán, que arbitrariamente detiene, tortura y ejecuta a sus radicales opositores musulmanes con la misma crueldad que los talibanes; pero ya se sabe que 'el enemigo de mi enemigo es mi amigo'.

Esta vieja táctica política suele tener resultados nefastos, como ya se comprobó en el propio Afganistán; no hay que olvidar que, años atrás, durante la invasión soviética de ese país, fueron las armas norteamericanas las que apoyaron la resistencia de los muyahidin y del propio Bin Laden. Es decir, las guerras pueden perderse o ganarse, pero siempre tienen una consecuencia lateral que hace relativo cualquiera de esos resultados. No es deseable que Estados Unidos -y, con ellos, el mundo entero- busque en la mera victoria militar (y la práctica del espionaje a gran escala como un alto valor cívico) el equilibrio y la razón suprema que necesita para funcionar -sin desfigurarse- como la más grande democracia. Por ahora, sólo podemos sentir que ha habido un gran cambio, pero no sabemos todavía en qué dirección.

José Miguel Oviedo es profesor de Literatura en la Universidad de Pensilvania.

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