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Crónica
Texto informativo con interpretación

El 'cowboy' que reinterpretó el Tour

Armstrong ganó magistralmente su tercera 'grande boucle'

Carlos Arribas

Lance Armstrong no es ni siquiera el mejor ciclista del momento, que en todo caso es el mejor de julio, se soliviantan los puritanos. ¿Cómo es posible que se le vote el mejor deportista mundial del año? Sencillamente, porque Lance Armstrong, el tejano exagerado con sus aires antiguos de cowboy, no es sólo un ciclista; Lance Armstrong, que ya ha ganado tres Tours consecutivos, es un artista.

El Tour siempre ha sido una cosa muy seria, territorio de grandes palabras, y los Alpes más, territorio de la épica y la leyenda. Toda una herencia cultural, una tradición, que Lance Armstrong supo recoger, absorber, digerir y reinterpretar. Todo ello, bien mezclado y agitado, lo agarró el estadounidense el 17 de julio y en los 25 kilómetros de La Madeleine, nada menos, escribió, dirigió, interpretó y protagonizó una comedia. La farsa del me duele aquí, el farol de no puedo más. Fue lo nunca visto en la historia del Tour. Una acción inaudita que sólo puede entenderse desde la superioridad física, táctica y mental. Era, de todas maneras, una farsa muy seria, una obra maestra, como se vio luego, sólo 100 kilómetros más tarde, en la completa ascensión de Alpe d'Huez.

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Fue el segundo tour de force del día, la demolición de otro mito. El ciclismo fue, una décima de segundo, un tú a tú sin más en una rampa del 14%, un duelo de miradas: una conquistadora, la de Armstrong, otra abatida, derrotada, la del alemán Ullrich. Armstrong se fue, acelerando con su pedalada única, rápida, desarrollando 500 vatios durante tres cuartos de hora, una exhibición. Acabó con el Tour.

Armstrong no es el ciclista de un mes como dicen algunos. Armstrong es simplemente el ciclista de un día, de un momento. Eso, claro, le hace más grande todavía. Le hace emparentar con gente como Herb Elliot, que será eternamente recordado por los últimos 1.000 metros de la final de los 1.500 de los Juegos de Roma. Un instante que cambió el mundo.

Curiosamente, pese a sus aires modernos, el estilo americano, su mundo de relaciones públicas, guardaespaldas, sus aires de estrella, Armstrong no deja de ser un antiguo. Un líder absoluto, un equipo a su alrededor, ninguna ambición personal permitida. Los gregarios, gregarios, como en los tiempos de Coppi, Anquetil o Merckx. Y el director del equipo, un ayudante más.

El ciclismo actual se divide en tres tipos de carreras: la preparación, la resaca y el Tour. No hay más y no hay hombre más Tour que Armstrong. Lo es porque es un deportista reconstruido. Un hombre fabricado.

El cáncer que sufrió hace cinco años convirtió su cuerpo en una tabula rasa, una pizarra en blanco sobre la que pudo escribir, reescribirse a sí mismo. La mentalidad de campeón, el punto ganador y agresivo, ya la tenía. La acompañó después de músculos únicos, de fibras que le permiten ser a la vez sprinter, contrarrelojista y escalador. El mejor en las tres especialidades. Un hombre asombroso.

Tan asombroso que no ha podido evitar que la sombra de la duda se alargara a su alrededor. El punto negativo que se busca a todos los superhombres. Sospechas de dopaje, amistad poco recomendable con Michele Ferrari, el médico al que el Comité Olímpico Italiano quiere suspender de por vida, soberbia...

Sí, quizás Armstrong no haya sido siquiera ni el mejor ciclista del año, que Erik Zabel ha ganado muchas más carreras, y de febrero a noviembre. Pero es que Armstrong no es sólo un ciclista. Es el mejor deportista del año.

Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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