El duro y el simpático
Estados Unidos se divide entre sus dos grandes figuras, Lance Armstrong y Greg LeMond
'El Tour no es un concurso de popularidad', le gusta repetir, sobre todo en Europa, al norteamericano Lance Armstrong cuando se le pregunta, por ejemplo, si no le preocupa haber recibido el premio limón de los fotógrafos acreditados en la más importante carrera ciclista. Asunto despachado con una frase. Pero ahora, durante su gira promocional por Estados Unidos, vendiendo la edición de bolsillo de su libro autobiográfico, It's not about the bike, traducido en España por Mi vuelta a la vida, el asunto sí que es un concurso de popularidad. Y, para su desgracia, la buena fama del ganador de los tres últimos Tours ha chocado contra un fantasma imprevisto, el de su compatriota, también ganador de tres Tours en los 80, Greg LeMond.
El tour estadounidense de Armstrong ha consistido en media docena de entrevistas en los principales canales televisivos para toda Norteamérica, en el saque de honor en un partido de béisbol de los Yankees de Nueva York -vio el partido en un asiento privilegiado junto al cantante Bruce Springsteen, y su hijo-, en un acto en las escaleras principales del edificio de Correos neoyorquino -el alcalde, Rudolph Giuliani, le recordó que él es también un superviviente del cáncer-, en un paseo en bicicleta por Central Park y en una visita a la Casa Blanca para ver a George Bush, un presidente tejano como él mismo.
El desarrollo de todos los actos ha sido tan previsible como el propio Tour después del golpe mortal en l'Alpe d'Huez. Dependiendo del patrocinador, Armstrong aparecía en las entrevistas televisivas, de ésas con aire profundo, cara a cara en una mesa o con una camiseta que dejara aparecer discretamente el emblema de Nike -de fondo, unas zapatillas, Nike of course, y tres maillots amarillos inmaculados, sin rastro de publicidad de US Postal, su equipo- o con una sobria camisa negra sin ningún anagrama publicitario. El entrevistador, solemne, en segundo plano, hojeaba su libro y le preguntaba sobre las grandes verdades de su vida. Armstrong, que se sabe muy bien la lección, ha recordado cómo el cáncer cambió su existencia para bien, cómo la enfermedad es lo mejor que le ha pasado, cómo de duro es el Tour, cómo se sacrifica para ganarlo -inserto, entonces, de imágenes del documental publicitario filmado por Nike en el que se le ve subir La Madeleine nevada-, cómo los periodistas europeos son unos pesados que no admiten que un norteamericano sea un gran ciclista...
Todo, como la seda, suave y fluido, hasta que el entrevistador citaba el nombre de Greg LeMond, que no es un periodista europeo. Pues dice LeMond, le preguntaba, que no entiende cómo tiene usted relaciones con un personaje tan dudoso como el doctor Ferrari y que el dopaje le da náuseas y que hay que luchar contra él y que no lo dice porque tenga celos de usted, sino porque hay que ser claros. Y Armstrong estaba pillado, porque, verdad o no, todos recuerdan a LeMond, que también superó una grave enfermedad tras un accidente de caza, con cariño y simpatía. Y no falta quien inmediatamente establezca una comparación negativa para Armstrong. También injusta, porque está basada en la memoria.
LeMond, según el nuevo maniqueísmo, es el corredor simpático y accesible, el romántico que sueña desde pequeño con el Tour y se va de chaval a Francia para hacerse ciclista y termina ganado tres veces la carrera de sus sueños. LeMond es el que firma autógrafos, bromea con los periodistas, no lleva guardaespaldas y es adorado por el público. Un hombre admirado.
Armstrong sería entonces el calculador y obsesionado, el tirano dentro de la carrera y de su equipo. Aislado y alejado de un público que no le comprende y le abuchea. Despierta más estupefacción que admiración. Un norteamericano irreductible e implacable que choca con las costumbres y tradiciones ciclistas, con los usos de un deporte europeo.
LeMond juega con ventaja. LeMond tiene buena prensa en Europa, sobre todo porque corrió casi siempre en un equipo francés; porque en 1985 se sacrificó y dejó ganar el Tour a su jefe, el francés Bernard Hinault; porque, con el mismo sentido comercial que el que ahora muestra Armstrong, supo subir con su hijo, un niño pequeño, al podio de los Campos Elíseos en 1989 tras ganar un Tour con un equipo de sprinters belgas, el ADR, para atraer la atención del dueño de Z, una marca de ropa infantil que patrocinaba un equipo que inmediatamente le fichó.
Al final, la única diferencia es la mirada. El azul tierno de los ojos de LeMond, a quien no le importaba perder. Supo caer en el Tourmalet en 1991 y ceder el paso a Miguel Indurain. Supo correr algunos Giros como preparación para el Tour y perder tiempo a espuertas. También sufrió fracasos con sus empresas y llegó a arruinarse. El gris acerado de los ojos de Armstrong. La fría determinación. La intimidación. ¿Saben por qué no participará nunca en el Giro o por qué no volverá a la Vuelta a España? 'Sólo estaré al 100% en el Tour. No podré participar en carreras importantes que sepa que no puedo ganar. No puedo dar a mis rivales la impresión de que me pueden vencer'.
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