Cartera menuda (1)
Salvo que (nos) sobrevenga un cataclismo, solemos llegar al 31 de diciembre haciendo planes y hablando de comida. Pero este año lo vamos a terminar hablando mayormente de dinero y trocando los proyectos por los deberes que nos impone el cambio de moneda. Dicho así, a lo mejor parece que al Euro yo le tengo manía. Pues no, la verdad es que no le encuentro más que ventajas. Ventajas que voy a tratar, ordenadamente, hasta que nos den las uvas.
Lo mejor que le veo es que nos va a devolver la calderilla y con ella una gran cantidad de sensaciones perdidas. Como si fuera la magdalena de Proust. Un mordisquito, en este caso un simple nombrar de céntimos, y la infancia volviendo con sus cesteras y sus tebeos y aquellos bautizos que te encontrabas de repente, que eran como bodas pequeñas sin arroz y con lluvia de reales y pesetas sueltas.
Las infancias de entonces estaban llenas de calderilla. Por eso creo que la gente de mi generación para arriba se va a hacer enseguida con la lógica de la moneda nueva. Los más jóvenes no me preocupan nada; van a convertirse pitando porque el Euro es, en valencias, primo hermano del dólar, y en americano llevan tiempo acostumbrándose a pensar.
En fin, la calderilla. Le doy otro mordisquito a esta magdalena monetaria y aparecen de repente, entre los pensamientos, aquellas huchas de cerdo. Las había de barro y de plástico. De un plástico débilmente rosa, translúcido, tentador. Y además blando, lo apretabas y sentías el dinero. Lo que se perdía al oído -sonaban mejor las huchas de tierra o las metálicas- se ganaba al tacto.
Y hablando de sonar. Otra de las ventajas del Euro es que va a poner de moda expresiones que habíamos injustamente relegado: la de 'dinero contante y sonante' por ejemplo. Porque de contar desde luego nos vamos a aburrir. Y de traducir las cuentas. Y de revisar luego las versiones. Y en cuanto a los sonidos, tantas monedas recién acuñadas nos van a llenar los bolsillos y las carteras de roces, tintineos, rumores. El Euro es evidente que va a tener más música.
Pero sus céntimos tienen otra ventaja, la de prestigiar el valor de las cosas. No es lo mismo que algo cueste mil trescientas pesetas, que siete euros con ochenta y uno. Esa fracción no sólo nombra el valor, sino que lo apellida. Y además invita a pensar en la importancia de lo mínimo, del detalle, del matiz. De los granitos de arena, en definitiva, cuya evocación no puede ser más útil y revolucionaria en estos tiempos de uniformes, globalizaciones y análisis a bulto.
Si esta teoría de la importancia capital del matiz la llevamos a la práctica, nos salen treinta mil millones de pesetas en ayuda humanitaria para Africa, que es lo que una ONG espera recaudar recogiendo las pesetillas sueltas que decidamos a última hora no convertir a euros. Van a instalar para ello trescientas mil huchas en los lugares más concurridos de nuestras ciudades.
Otra vez las huchas y con ellas, de nuevo, la infancia. Yo era una niña educada en un modelo que entonces no tenía letra, pero que decía más o menos así: si andas con dinero, luego te lavas las manos. Había algo sucio en las monedas que bajo ningún concepto tenías que llevarte a la boca. Pero luego, en verano, ibas al puerto y allí había unos niños metidos en el agua entre los barcos, que jugaban a recoger las 'perrillas' que la gente les echaba.
Cuando cogían una, la enseñaban al público, y luego se la guardaban en la boca. Práctica que a mí, como todas las cosas verdaderamente fascinantes, me daba una mezcla de asco, de susto y de envidia. Sobre todo de envidia. Aquellos chavales me parecían el colmo de la libertad, y yo me parecía una cobardica.
En fin, lo dicho, al euro no le veo más que ventajas. También ésta de dar tanto que pensar. Y recordar. (Continuará)
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