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Raíces
Columna
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De universidades

El 28 de diciembre podría ser un buen aniversario para la Universidad de Sevilla. Tal día como ése, hace setecientos y pico de años (era 1254), Alfonso X de Castilla y León firmó una carta por la que erigía en la recién conquistada ciudad un Estudio de latín y arábigo; al cabo de los siglos se convertiría en la institución que hoy es. No fue, ni mucho menos, la única aportación del justamente llamado Rey Sabio a la cultura y a la Universidad. Quizá el mejor homenaje que rindió a los que entonces se conocían como Estudios generales sea la legislación con que quiso arropar su incipiente andadura.

El rey Alfonso era un enamorado de la sabiduría, de la ciencia. 'Regalo de Dios' la llama en una de sus leyes; el 'mayor provecho' para el mundo en otra. Ideó una maravillosa ciudad universitaria: las escuelas debían estar apartadas de la villa, pero próximas entre sí, por si los escolares querían 'tomar dos lecciones o más', o para poder consultar, ellos o los maestros, las dudas que surgieran en su estudio. La villa debía ser 'de buen aire e de fermosas salidas', y debía abundar en pan, vino y buenas posadas, todo ello sin mucha costa, para el merecido descanso después de la fatiga del estudio.

Pero, sobre todo, los legisladores del buen rey se preocuparon por proteger y privilegiar a profesores y estudiantes. No se les podía embargar por deudas heredadas, y cualquier deshonra o ataque que sufrieran estaba duramente penado; si el juez era negligente en el castigo se le expulsaba con infamia. Gozaban de extraordinarios privilegios: si el maestro caía enfermo, seguía cobrando su salario, y si moría, su familia recibía el del año entero. Podían lo que entonces no estaba permitido: constituir asociaciones ('ayuntamiento e cofradía') por muy nutridas que fueran. Tenían jurisdicción y fuero especiales. Los maestros, por serlo, eran caballeros, y si llevaban 20 años, condes; los jueces tenían que levantarse ante ellos, y no se les podían cerrar las puertas de emperadores, reyes o príncipes. Claro que tenían también deberes: no andar de noche ni en malos pasos, no favorecer las banderías de las ciudades, los maestros enseñar 'bien e leal mente' y no descargar esta tarea en otro, salvo para hacerle honra...

Por eso, al levantar la vista de estas viejas y hermosas palabras y mirar a mi alrededor, no puedo sino sentir una feroz envidia. Cuando este Gobierno para imponer su ley universitaria no ha dudado en engañar y manipular, cuando sus corifeos han sido prestos en humillar e insultar, cuando más allá de la hojarasca retórica en que se envuelven no hay limpio amor al saber sino sólo deseo de control, vanidad o simple ignorancia, siento que aquel benemérito rey castellano y sus colaboradores son mucho más contemporáneos míos que esta cohorte de personajillos aferrados al poder, gente que, afortunadamente, nadie dentro de poco tiempo tendrá que tomarse la molestia de recordar.

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