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Reportaje:HISTORIAS DEL COMER

A salto de mata

Los platos con liebre son una exquisitez, pero resultan de compleja y larga elaboración

La liebre tiene un gran prestigio desde la antigüedad y para algunos, como el caso de Nestor Luján, es 'la pieza gastronómica de pelo más exquisita de la cocina'. Aunque, a decir verdad, es uno de esos alimentos que no gustan a todo el mundo. Y es que su carne es muy particular de sabor, muy roja y hasta sanguinolenta antes de su cocción. Su elaboración siempre resulta complicada.

La liebre ha servido para crear grandes platos. El más vetusto tiene su origen en la Grecia antigua, pero es a la vez muy moderno. Arquestrato aconseja: 'Debe colocarse [la liebre] sobre un buen fuego, espolvoreada sólo con sal, y hay que retirarla del asador cuando está nada más que ligeramente hecha'. Y añade además una opinión muy chocante y avanzada en su época: 'No os debe repugnar que su carne rezume aún sangre, su divina sangre; por lo contrario debéis comerla con fruición. Todas las demás formas de cocinar la liebre las juzgo como meras extravagancias'.

Pero, sin duda, la receta de liebre de más resonancia ha sido -y aún sigue siendo con matices- el civet. En esta fórmula lo que se aprovecha es la sangre del animal, que se liga con vino para conseguir la salsa. Pero es muy importante también la utilización de cebollitas dentro del guiso, que contribuyen a dar un toque de dulzor. De hecho, cive en francés arcaico significa cebollita.

No obstante, la receta más emblemática de la alta cocina cinegética es la liebre a la Royale, uno de los grandes platos de la cocina francesa de caza. Tiene una elaboración muy costosa, no sólo en tiempo sino también en ingredientes. En la auténtica liebre a la Royale, el animal aparece deshuesado, convertido casi en una compota para comer con cuchara. La salsa lleva, entre otros ingredientes de postín, trufas, coñac, vino de Borgoña o Burdeos y el inevitable foie gras, así, como en el caso del civet, la propia sangre del bicho. Para elaborar esta fórmula siguiendo cualquiera de las recetas clásicas hay que consumir un mínimo de siete horas. Por eso hoy día es un plato que, en su plenitud, ofician muy pocos restaurantes en Francia, por no decir ninguno.

Hay una referencia histórica inexcusable en relación con este plato. Cuando la gran escritora Colette cumplió ochenta años, el chef Raymond Oliver invitó a una cena a la dama y al gastrónomo Curnonsky, también octogenario y conocido negro de la escritora, en el encopetado Gran Véfour de París. El plato estelar era su famosa liebre a la Royale. Confesó después Oliver que para hacerlo empleó un Burdeos tinto y un dulce Sauternes blanco. Y a la hora de comerse el complejo plato, en dos copas iguales se sirvieron un viejo Haut-Brion y un no menos exquisito Sauternes, un Chateau D'Yquem, caldos impresionantes.

En nuestro país hay recetas no tan famosas como las referidas, pero sí igual de sabrosas. Por citar algunas, el pastel de liebre, que se oficiaba mucho en el Siglo de Oro. Hay también otra que comenta el inolvidable escritor valenciano Lorenzo Millo, que la llamaba liebre en salsa a lo pobre hombre y de la que decía con su sorna habitual: 'Es vianda adecuada para los que no pagan impuestos directos y en la que, como cualquiera sospechará, interviene el ajo'.

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