Eurosis
Ilustrísima peseta:
Aunque anciano, el abajo firmante está perfectamente capacitado para la perplejidad. De hecho, desde que en el siglo pasado nos abandonó Francisco Franco, no salgo de mi asombro, bailo la jota sin venir a cuento y pongo zancadillas a las muletas para divertirme. Eres mayor cuando te haces experto en despedidas y delirios, cuando sabes reírte de tu sombra, cuando aprendes a esfumarte a la francesa bajo cualquier disculpa. Y si te he visto, no me acuerdo.
Es un golpe muy duro para un pesetero como yo tener que despedirse definitivamente de las pesetas. Se queda uno como sin alma, porque siempre nos inculcaron con ejemplar cinismo que las pelas son lo único importante en esta vida mortal; en el más allá, al parecer, lo entienden de otro modo. A pesar de ello, he llegado a la conclusión melancólica de que todas las monedas son unas perras, grandes o chicas. Por cuestiones tan caninas, todo mi bagaje cultural se está yendo a pique, señora. Las monedas tienen su cara y su cruz.
Por amor a las pesetas, me casé con una rubia y me hice duro sin tener un real. Estoy preparado para pilotar con mano firme cualquier tipo de institución con tal de que haya pasta por medio, porque soy masoquista y me agrada estar cobrando todo el día. Omito lamentaciones gratuitas y voy al grano. Al fin y al cabo, las últimas monedas de una peseta eran patéticas. Gracias por los servicios prestados, peseta, pero tampoco olvidaremos tus reiteradas ausencias, esquiva.
Los ciudadanos tenemos una ocasión de oro para dejar de ser peseteros y convertirnos en euróticos, trastorno nervioso que incita a sus pacientes a ponerse morados: el billetazo de 500 euros es de color morado, el muy bestia. Por lo demás, todo sigue igual: para manejarse en la vida hay que ser un tipo de interés, sí, pero tan borde y desconfiado como yo, que no doy crédito ni a lo que ven mis ojos, y si alguien me pide la hora, se la doy, pero me la paga.
Hay que desconfiar de las rubias, a no ser que sean de barril. Que te vaya bonito, pesetina.
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