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El recorte de las libertades públicas

Desde la II Guerra Mundial, ningún Gobierno de Estados Unidos ha lanzado un ataque de tan amplio alcance contra las libertades civiles como el actual. Mientras el temor continúa atenazando al país tras los trágicos atentados del 11 de septiembre, el Gobierno ha iniciado una detención generalizada de árabes y musulmanes, ha establecido tribunales militares secretos para juzgar los delitos de terrorismo, ha aprobado el control de las conversaciones entre los detenidos y sus abogados y ha vuelto a la práctica de 'los estereotipos raciales'.

Puede que, para los españoles, que viven con el recuerdo de una guerra civil, que se ven enfrentados a un número cada vez mayor de refugiados que huyen de guerras étnicas y que se han acostumbrado dolorosamente a los atentados terroristas, les sea difícil apreciar el profundo cambio de actitud provocado en Estados Unidos por el impresionante incendio de las Torres Gemelas. Generaciones de estadounidenses han crecido protegidos y completamente inconscientes de la turbulencia del mundo, seguros en la creencia de que el abrumador poderío militar y económico de EE UU, así como su aislamiento geográfico, los defendían de la catástrofe. El ataque hizo añicos esa sensación de invulnerabilidad e hizo que los ciudadanos buscasen respuestas y protección.

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La seguridad tiene un precio, y así debe ser. El rascacielos de Nueva York en el que yo trabajo, y desde el que se vieron los aviones chocar contra las Torres Gemelas, ha sido evacuado tres veces. Desde que cerraron nuestra oficina de correos a causa del ántrax, nos ponemos guantes para abrir el correo. No me importa atravesar detectores de metales cada vez que entro en mi oficina (simplemente me gustaría que fuesen más precisos). Hay policías y militares por todas partes y a todas horas.

Desgraciadamente, el Gobierno ha escuchado, o aprovechado, el temor de la opinión pública para ir más allá de unas medidas de seguridad legítimas. Tras los ataques del 11 de septiembre, el Congreso aprobó precipitadamente una legislación de emergencia, la denominada 'Ley patriótica estadounidense', que recorta gravemente los derechos de los extranjeros y permite su detención indefinida una vez que el fiscal general (ministro de Justicia) 'certifica' que tiene 'bases razonables para creer' que un extranjero participa en actividades terroristas o pone en peligro la seguridad nacional. Unos criterios excesivamente amplios y vagos para someter a un extranjero a la detención pueden permitir al ministro de Justicia certificar y detener a un no ciudadano que tuviese conexión, por mínima o distante en el tiempo que fuese, con cualquier grupo que en cualquier momento hubiese utilizado ilegalmente un arma para poner en peligro a una persona. Dado el modo en que se está enfocando la aplicación de la ley, el riesgo de arbitrariedad y de que se lleve a cabo en base a criterios puramente raciales es obvio.

De hecho, el fiscal general, John Ashcroft, ha anunciado recientemente una 'redada' y ha enviado a las policías locales de todo el país una lista de al menos 5.000 extranjeros, todos ellos varones de edades comprendidas entre 18 y 33 años, principalmente de países de Oriente Próximo recientemente llegados al país, para ser entrevistados. Por suerte, varios jefes de policía, incluidos los de Detroit y Portland (Oregón), se niegan a participar en esta nueva forma de 'estereotipo racial': la práctica, bien conocida por los negros estadounidenses, de identificar sospechosos basándose en su raza. Mientras el presidente Bush no ha dejado de decir a los estadounidenses que no debían tratar a todos los árabes y musulmanes como sospechosos de terrorismo, estas prácticas envían el mensaje exactamente opuesto.

Desde el 11 de septiembre han sido arrestadas o detenidas más de 1.200 personas, la mayoría árabes y musulmanes. A pesar de que los grupos de derechos civiles lo han solicitado formalmente, el Gobierno se ha negado a dar incluso el nombre de los detenidos. Sin embargo, se sabe que muchos de ellos han sido arrestados básicamente por ser árabes. Sabemos que a algunos se les ha impedido contactar con abogados y con su familia. Una nueva normativa permite que la Administración escuche las conversaciones entre los presos y sus abogados, algo que amenaza una pieza básica del sistema judicial estadounidense: el derecho a una defensa jurídica plena y sin restricciones.

Todavía más inquietantes son las insinuaciones del uso de la tortura. El 21 de octubre, The Washington Post informó de que algunos oficiales del FBI, frustrados por la negativa de los detenidos a cooperar, habían empezado a hablar de la necesidad de pasar a métodos interrogatorios no legales. Parece que se debatía la posibilidad de utilizar la fuerza física, el uso de 'sueros de la verdad' y la capacidad de extraditar a los detenidos a países en los que se usa la tortura. Naturalmente, el FBI se apresuró a negar que esas conversaciones hubieran tenido lugar y ha afirmado públicamente que está dispuesto a proteger los derechos individuales. Sin embargo, la cuestión de si se debería usar la tortura o la droga como parte de la campaña estadounidense contra el terrorismo se ha convertido en algo debatido en la prensa, la televisión y la radio, y algunos antiguos oficiales militares, diversos analistas políticos, expertos en justicia penal y otros han sostenido en público que los 'tiempos extraordinarios exigen medidas extraordinarias'.

Tal vez lo más peligroso sea la orden ejecutiva que el presidente Bush presentó por sorpresa el 15 de noviembre, por la que se permitía el juicio a extranjeros por parte de comisiones militares especiales. La orden da a estos tribunales militares poderes extraordinarios para transgredir los derechos procesales más básicos garantizados desde hace tiempo en Estados Unidos. Un acusado de terrorismo podría ser sentenciado a muerte sin un juicio público, sin presunción de inocencia, sin derecho a apelar e incluso sin necesidad de establecer la culpabilidad más allá de toda duda razonable. Un funcionario del Pentágono declaró a The New York Times que los autos serían secretos y sólo se publicaría información referente a hechos desnudos, como el nombre y la condena del acusado. Paradójicamente, Estados Unidos ha condenado sistemáticamente transgresiones tan flagrantes de los derechos básicos a un juicio justo cuando eran cometidas por otros Gobiernos, como los tribunales militares peruanos que condenaron al ciudadano estadounidense Lori Berenson por terrorismo, o cuando Nigeria condenó y ejecutó al acti vista Ken Said Wiwn después de un juicio militar. Ahora, sin embargo, el vicepresidente, Richard Cheney, afirma que los supuestos terroristas 'no merecen las mismas garantías y salvaguardias que se utilizarían para un ciudadano estadounidense sometido a un proceso judicial normal'. Añade que un tribunal militar 'garantiza que daremos a estos individuos el tipo de trato que, en nuestra opinión, se merecen'. Éste es el mensaje menos indicado que se debe enviar como parte de una batalla a favor de una 'libertad duradera'. Sin embargo, resulta alentador que, a pesar del actual clima de temor y patriotismo, el número de líderes de opinión que se están oponiendo a este plan de justicia de doble rasero sea cada vez mayor.

Los países europeos también podrían tirar por el camino más fácil. Las medidas de seguridad propuestas para toda la Unión incluyen una definición amplia de terrorismo que amenaza la libertad de asociación. Una propuesta del Gobierno británico permitiría la detención arbitraria de personas sospechosas de actividad terrorista. El derecho a la solicitud de asilo está en peligro en toda Europa, porque los países están cerrando sus fronteras. Pero estos planes no son nada comparados con el ataque frontal a los derechos de los extranjeros que se está produciendo en Estados Unidos, y Europa puede todavía desempeñar un papel importante a la hora de frenar los peores excesos de aquél. Las autoridades españolas han afirmado ya que no extraditarán a los presuntos terroristas detenidos recientemente para que los sometan en Estados Unidos a juicios militares, porque ello transgrediría las obligaciones impuestas por la Convención Europea de los Derechos Humanos de garantizar un juicio justo. Otros países europeos deberían seguir su ejemplo y dejar claro que los tribunales militares, la pena de muerte y, por supuesto, la tortura no pueden formar parte de la guerra contra el terrorismo, la cual, en todo caso, debería centrarse en consolidar el sistema de derecho.

Vivimos tiempos difíciles. Los estadounidenses están en su derecho a sentirse indignados por los atentados del 11 de septiembre, pero esa ira no puede validar un ataque contra sus orgullosas tradiciones judiciales. Estados Unidos puede, y debe, reconciliar la necesidad de seguridad con la protección de la libertad. Europa puede ayudar.

Reed Brody es director adjunto de Human Rights Watch.

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