La guerra de las épocas
Cuando la evolución de las especies culminó en la aparición del homo sapiens, el hecho biológico de la lucha por la vida se elevó a la categoría cultural de guerra. Excepto que no habría habido evolución de no ser porque, a la par que la lucha, existió la paz. Desde el principio, Eros y Tánatos forman parte de esa naturaleza implacable que, al decir de Horacio, el hombre puede alejar de sí con una horca, pero es incapaz de evitar su regreso: lo reprimido siempre vuelve.
¿Quiere decir esto que el vaivén de luchas y armisticios que se trae la humanidad no tendrá fin? ¿O estamos hablando de una dialéctica de tesis y antítesis, de las sístoles y diástoles de una Historia que camina hacia la paz? Personalmente, esto es lo que pienso, sólo que no alcanzo a ver del todo cómo se saben estas cosas. De joven coincidí en la Universidad con un curioso profesor de historia que, cuando los alumnos le planteaban grandes cuestiones, o le hacían preguntas para ponerle en un aprieto, respondía invariablemente: 'Lo ignoro a causa de no saberlo'. Nadie le sacó nunca de ahí, con lo cual jamás se supo de qué lado de la mesa estaba la ironía.
Ya en el tercer acto de la vida, me parece que, tal como somos, el futuro del hombre pende siempre de un hilo. Razón de más, no obstante, para estar pendiente de las cosas y abrir los ojos. Porque lo que ven ahora los míos es que, nada más acabado el siglo XX, ese tremendo siglo que Hobsbawm ha llamado siglo de los extremos, siglo maravilloso y a la vez abominable, volvemos a lo mismo: de nuevo suenan los estampidos de la destrucción. Revoluciones, guerras mundiales, Guernica, Coventry, Dresde, Hiroshima, Auschwitz, el Goulag, el Tíbet, Vietnam, migraciones, hambrunas y genocidios sin cuento no han impedido que apenas estrenado el siglo XXI, cuando se divisaba un horizonte de paz, si no perpetua al menos duradera, la guerra haya abierto otra vez sus fauces, pero en esta ocasión contra un enemigo caído literalmente del cielo. Las cifras de la muerte en el siglo pasado, doscientos millones víctimas de la ambición humana, no han servido de mucho.
El 11 de septiembre, una fecha fatídica que mal que le pese a Fukuyama ya ha hecho Historia, los Estados Unidos declararon la guerra a un enemigo evanescente que podía atacar por sorpresa en cualquier tiempo y lugar y convertirse en cenizas al hacerlo. Debo confesar que al contemplar paralizado de espanto aquel espectáculo dantesco, tuve la impresión de que la realidad se desdoblaba: todo era cierto, pero a la vez fantasmagórico. Al cabo de unos días, experimenté vagamente esa sensación que los franceses llaman déjà-vu, y recordé un episodio que había vivido en Moscú cuando la Unión Soviética invadió Afganistán. Lo recuerdo muy bien porque después publiqué un artículo en el diario Ya, que se llamaba 'El otro siglo XX'. En él contaba cómo había caído en la cuenta de que aunque el tiempo físico de Rusia y Europa era el mismo, sus tiempos históricos eran distintos; nuestras mentalidades diferían y a mí, personalmente, la de la Unión Soviética me olía a siglo XIX. En definitiva, ése fue el proceso psicológico por el que al final concluí que el conflicto que había estallado el 11 de septiembre era una guerra entre dos mundos que coexistían en el mismo tiempo físico, pero vivían en épocas distintas, en épocas que hasta hacía poco habían estado separadas por siglos de aislamiento. Iba a ser difícil, pues, luchar directamente contra un odio que venía de otra época. No era una guerra que se pudiera entender estando únicamente atento a lo que pasaba. ¿Qué otra cosa se podría hacer?
Me pareció que volver la vista atrás no vendría mal. Quizá buscando entre los escombros del pasado hallaríamos las huellas del camino por el que Occidente había llegado a la modernidad; en todo caso, un camino radicalmente distinto, mucho más veloz del que había seguido hasta entonces la humanidad. En la Antigüedad, las velocidades máximas que tenía como referencia el hombre eran la del vuelo del halcón y la de la flecha. El ritmo de la vida antigua era, comparado con el nuestro, pausado y semejante para todos. Luego las armas de fuego superaron la rapidez de las saetas y a partir del siglo XVII, propulsada por la ciencia moderna y la idea de progreso, la civilización occidental se desmarcó de las demás, hasta perderlas de vista. El mapa del mundo se dividió en dos: the West and the Rest, Occidente y el resto, y así permaneció hasta la llegada de la posmodernidad, de la segunda modernidad o de como queramos llamarla.
Es cierto que hacia el siglo XI China había iniciado ya una marcha hacia el progreso que era anterior a la europea, pero no es menos cierto que ese empujón se paró en el siglo XV. Al despertar cinco siglos después, el país no contaba con un vocablo apto para expresar el concepto occidental de lo moderno. Alguien del Instiuto de Idiomas de Pekín me contó que cuando Mao Tsé Tung se propuso modernizar la vieja China, al término xiang-dai-de (generación joven, nueva dinastía) hubo que añadirle el carácter representativo de una máquina para explicar al pueblo lo que era la modernización. El Islam tuvo sin duda un periodo de gran esplendor artístico, científico y cultural. Historiadores de la ciencia como George Sarton o Juan Vernet no han dudado en considerar a la España musulmana como el más importante centro cultural del Medievo. Excepto que la cultura islámica tampoco traspuso los umbrales de la modernidad. A decir verdad, hasta que Japón y Turquía iniciaron su modernización, Oriente permaneció en un periodo estacionado, roto a veces por enfrentamientos con el imperialismo occidental y difícilmente homologable con él en su mentalidad.
Por supuesto, el punto de arranque de la Edad Moderna cuenta con muchos pretendientes: la caída de Bizancio, la imprenta, la brújula, la pólvora, el Nuevo Mundo, el Renacimiento, la Reforma, la Ilustración, las tres grandes Revoluciones del siglo XVIII (la americana, la francesa, la industrial) y qué sé yo más. Hoy es el día en que la bibliografía sobre el origen de la modernidad continúa añadiendo nuevos datos, fechas e interpretaciones al respecto. Probablemente, todo ello tuvo que ver con la modernidad, excepto que, por mucho que queramos marear a la perdiz, siempre se llega a la conclusión de que el detonante definitivo de la modernidad fue la nueva ciencia. Ese poderoso saber tras el que había andado Occidente desde el siglo XIII hasta el XVII, en que por fin se impuso como instrumento princeps del progreso o, cuando menos, como su condición sine qua non, como la herramienta eficaz que impulsó, hizo posibles y materializó los avances sociales, económicos, artísticos y técnicos sin los que Europa jamás habría logrado cambiar, como lo hizo, el rumbo de la Historia. O sea, convertir, o más bien desconvertir la Cristiandad en una sociedad moderna.
En uno de sus mejores libros, Cosmopolis: la agenda oculta de la modenidad, Stephen Toulmin explicó claramente que la manera de pensar de los nuevos 'filósofos' del siglo XVII -Bacon, Descartes, Galileo, Newton- fue la clave que permitió a Europa abordar la realidad con métodos científicos más racionales y eficaces que los del Medievo. La obra de esos hombres representó un giro decisivo en la historia de Occidente, fue el verdadero punto de partida de la modernidad y, si me apuran, añadiría que también lo ha sido de la guerra de épocas con que la Historia ha sorprendido al mundo.
La gran conmoción que encumbró a Occidente y lo alejó del resto del mundo fue efectivamente el triunfo de la ciencia moderna. Pero fueron la descolonización y el estallido de las nuevas tecnologías, o sea, una fase más avanzada del progreso que había separado esos dos mundos, lo que paradójicamente los volvió a unir a través de una magia blanca que aparentemente permitía brincar sobre el tiempo y el espacio, romper las barreras de la Historia y poner por fin en contacto lo que desde el siglo XVII había permanecido aislado. Lo trágico es que cuando se volvieron a encontrar, Occidente había cambiado mucho, Oriente más bien poco, y ello provocó el conflicto epocal que se ha planteado ahora.
Por supuesto, la ciencia no actuó sola. Lo hizo flanqueada por la economía y la política, por el orden jurídico y más aún por el poder. Pero, al cabo, la razón científica fue la definitiva condición de posibilidad del despegue de la civilización industrial. La 'nueva' ciencia -no tan nueva, porque sus primeros fermentos surgieron durante el siglo XIII en los claustros medievales del Merton College y en la Universidad de París- desencadenó una avalancha de innovaciones donde cada cambio, y éste es el verdadero quid de la cuestión, exigía siempre varios cambios más. Al olímpico Goethe de Weimar, que las veía venir, le inquietó la noticia de que la velocidad de las diligencias fuera en aumento, porque ello implicaba tener que reformar los caminos, las postas, el correo, los horarios y asuntos más graves, como la estrategia militar. Finalmente, llegó un momento en que, con la sociedad de la información el problema de la velocidad dio un salto cualitativo. El tiempo y el espacio se anularon y todo podía estar presente al mismo tiempo en todas partes.
Sí, las imágenes son ya el Dasein del mundo global: está pasando, lo estamos viendo. Excepto que nunca ha sido fácil entender lo que se ve. Heidegger elaboró una interpretación profunda en La época de la imagen del mundo, y Toynbee, en su libro Cambio y hábito: el reto de nuestro tiempo, explicó con claridad que en la rapidez de la vida moderna no todo eran ventajas, ya que a la par que se acortaban las distancias se anulaba el tiempo. En suma, la televisión hizo el milagro de unir lo que la ciencia anterior había separado, las culturas dormidas se asomaron con asombro a las sociedades avanzadas vía satélite y el resultado fue traumático. El Occidente que contemplaron los pueblos islámicos se halla a años luz del suyo. Roger Garaudy intentó orientar el encuentro hacia un Dialogue des civilisations (1977), antes de que cayera el muro de Berlín, pero ya era tarde. Samuel Huntington intuyó lo que estaba pasando y publicó en 1993 su artículo seminal sobre el choque de las civilizaciones. Luego, tras repetidos intentos, llegó el horror anunciado.
Se me podrá objetar que el problema del entendimiento de las culturas no debe de ser tan grave desde el momento que lo han resuelto millones de emigrantes. Sí, es cierto, pero tan sólo en parte. Ante todo, porque ese ajuste no se hace a las primeras de cambio; se hace en segunda o tercera generación. Y sobre todo porque quizá la adaptación es menos profunda de lo que parece. No hay que olvidar que isomorfismos exteriores como los que se dan entre las formas hidrodinámicas del delfín y las del tiburón ocultan, sin embargo, tendencias vitales tan opuestas como las que separan a unos mamíferos pacíficos que juegan con los niños, de unos peces sanguinarios que con frecuencia se los comen.
En fin, dejando a un lado las metáforas, la realidad es que en todo este asunto hay un elemento en juego, el lenguaje, que es menester tener presente. Aunque el lenguaje sea un fenómeno eminentemente social, hay momentos en que plantea problemas ajenos a la sociología. Y tales son, dicen los filólogos, todos aquellos que se refieren a la estructura lingüística que Wilhelm von Humboldt llamó 'forma interior del pensamiento', una forma de mentar intencional, condicionada histórica e individualmente. Al asumir esta forma subjetiva de inspiración, el lenguaje deja de ser un fenómeno puramente social, en el sentido weberiano (Gesellschaft), y pasa a formar parte del género de las creencias comunitarias en el sentido de Tonnies (Gemeinde). Sus raíces se hunden en el seno del lenguaje materno y ofrecen una firme resistencia al cambio. Por el contrario, lo que los alemanes llaman Sachsprache (lenguaje de las cosas, lenguaje objetivo) o alternativamente Fachsprache (lenguaje técnico, profesional) funciona como una especie de lengua franca del mundo global -actualmente el inglés- que sirve para adaptarse superficialmente a él, pero puede coexistir con el odio más profundo a la civilización occidental. Obviamente, los pilotos suicidas del 11 de septiembre se movían a la perfección en los dos niveles mencionados.
En suma, la guerra actual contra el terrorismo no es una guerra clásica de vencedores y vencidos. En este caso, tan importante o más que vencer es convencer. Garaudy fracasó, pero si el choque de las civilizaciones no da paso a un diálogo de las culturas, en el mundo no brillará la luz de la esperanza.
José Luis Pinillos es catedrático emérito de Psicología de la UCM.
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