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¿Quién teme al republicanismo?

El lunes 26 de noviembre nos regalaba Álvaro Delgado-Gal, en esta misma tribuna, una elocuente crítica del republicanismo, una crítica que tenía el siguiente planteamiento. Nada que objetarle al señor Zapatero y al nuevo PSOE si abrazaban el republicanismo de Pettit como mera seña publicitaria de identidad encaminada a ganar votos; todo que objetar si el señor Zapatero y su equipo se lo tomaban en serio, porque -escribía don Álvaro- 'republicanismo es un mal modelo, tanto en el plano político como intelectual'. Mi planteamiento es diametralmente opuesto, a saber: si el PSOE, o cualquier otro partido de izquierdas, ha de alzar la bandera del republicanismo espero que lo haga por las buenas razones filosóficas y políticas que este ideario atesora. A defender esas razones -y a replicar a la crítica del señor Delgado-Gal- va encaminado el presente escrito.

Para empezar, el republicanismo es una tradición milenaria que no empieza con la recepción harringtoniana de la tradición romana clásica de la libertad, ni, por supuesto, con la tradición Whig del XVIII inglés o norteamericano. Ni siquiera se fecha su comienzo en el humanismo cívico del quattrocento florentino. La tradición republicana se remonta a Aristóteles, que es quien (en Política VIII) establece la gran oposición entre libertad -como no dominación y como autogobierno- frente a la falta de libertad del esclavo. En la tradición republicana, libertad se opone a tiranía. El tirano (sea uno, pocos o muchos) lo es porque puede interferir arbitrariamente en la libertad personal de los ciudadanos. No es casual la insistencia de Aristóteles en la primacía de las leyes sobre, por ejemplo, los decretos de la Asamblea plenipotenciaria en su crítica a la democracia ateniense. Y tampoco es casual que Harrington, siglos después, se convierta en el campeón de la rule of law, del imperio de la ley, del principio según el cual la autoridad suprema del Estado ha de estar 'legibus restricta'. El señor Delgado-Gal no debe imputar al liberalismo, pues, sino a la tradición republicana, el principio constitucionalista del imperio de la ley.

Pero el núcleo de la réplica de don Álvaro a Pettit no se halla en esto último, sino en la idea republicana que establece que la ley soberana -la que los ciudadanos se dan democráticamente a sí mismos y que el Estado hace valer con su aparato de poder- no restringe la libertad, sino que la funda. Para Álvaro Delgado-Gal, como para todo el liberalismo (por cierto, no para el del último Rawls), toda ley, independientemente de su génesis, es una restricción de la libertad personal. Es lo que celebérrimamente hace que Isaiah Berlin -campeón de la libertad negativa del liberalismo- separe libertad de soberanía y diga que la 'respuesta a la pregunta '¿quién me gobierna?' es lógicamente distinta a la de la pregunta '¿en qué medida interfiere el gobierno en mis asuntos?'. Ahora bien, como el señor Delgado-Gal quiere discutir con Pettit en su propio terreno -lo cual le honra- saca a colación la polémica entre Pettit y su maestro Skinner, y las páginas 82 y 83 que éste dedica en su último libro (Liberty before Liberalism, edición del 98) a argüir que tanto para los neorrepublicanos ingleses de la Commonwealth (en el siglo XVII) como en la Roma antigua toda libertas está constreñida por la ley, y no fundada en ella. El señor Delgado-Gal se da con ello por satisfecho y cree dejar sentada su tesis ya no de la superioridad del liberalismo, sino, más aún, de que ni siquiera en las filas del republicanismo se ha planteado una alternativa cabal al concepto liberal de libertad.

Las cosas, sin embargo, no son tan sencillas. Porque lo que Skinner también dice, y don Álvaro prefiere silenciar, es que el rasgo central del concepto de libertad neorrepublicano del XVII no es la ausencia de coerción de la ley, sino el estado de dependencia en que 'el gobierno por prerrogativa personal' (o tiranía) sitúa al súbdito. Si el señor Delgado-Gal hubiera vuelto la página (y visto la página 84) del citado libro, habría leído que, para los republicanos del XVII que Skinner analiza, la condición de dependencia es ella misma una fuente de constricción de la libertad personal. Ahora bien, ¿acaso no hay una conexión lógica entre estado de dependencia y estado de sometimiento o dominación? Obvio es que la hay. El dependiente -ya sea mujer, inmigrante, marginado, pobre, miembro de una minoría étnica o trabajador asalariado- está en situación de debilidad o vulnerabilidad y es fácilmente reo de la dominación del poderoso. La independencia -económica y social-, como muy bien sabe la tradición republicana, es la base de la libertad, ya no frente al Estado, que también, sino en la propia sociedad civil. Y esto es lo que no capta el liberalismo con su concepto de libertad negativa, a saber: que la dominación social padecida por toda una miríada de grupos de vulnerabilidad, dada su situación de dependencia, es perfectamente compatible con el principio de igual libertad liberal, con la asignación (universal) de los mismos derechos civiles de libertad personal. En otras palabras, el liberalismo hace invisible la dominación con base en la dependencia social. Mas ocurre que la sociedad civil contemporánea está atravesada por todo tipo de relaciones asimétricas de poder que sirven la posibilidad de interferir arbitrariamente en la esfera de decisión personal de individuos, por lo demás, iguales ante la ley (liberalmente entendida). El republicanismo, también el de Pettit y el de otros muchos antes que él, sigue otra línea de argumentación y no sólo teme al imperium del gobierno, sino al dominium legalmente permitido dentro de la sociedad. Por eso apuesta por un diseño institucional más imaginativo, por eso es consciente de la necesidad de un Estado que no sólo haga respetar la ley, sino que contribuya a minimizar o amortiguar la dominación y la dependencia. Por eso también hay republicanos que defienden la propuesta de una renta básica como un derecho constitutivo de ciudadanía. Porque para los republicanos la base de la libertad es la independencia social, el que los individuos, como supo ver el derecho civil romano, sean sui iuris y no alieni iuris.

Todos tememos a un Estado no controlado y sin restricciones, los republicanos (de ayer y de hoy) más que nadie, pero ya va siendo hora de aparcar la fácil oposición mercado-Estado de cierto liberalismo de tertulia radiofónica para entrar en debates serios, intelectual y políticamente hablando. Los republicanos contemporáneos sabemos de las virtudes del mercado y no las negamos, pero también sabemos de la posibilidad de mercados perfectamente competitivos que canalizan procesos de explotación (véanse los modelos de explotación del economista John Roemer), y de mercados en equilibrio que, dadas las asimetrías informativas y los problemas de agencia, son compatibles con la dominación (véanse los modelos de equilibrio de Bowles y Gintis). El problema no es el mercado, sino, por decirlo con Rawls, la estructura básica de la sociedad y sus innumerables espacios de dominación y dependencia social. El Estado puede ser un problema, pero también parte de la solución, siempre y cuando apostemos a la vez por una democracia más robusta y de mayor calidad, con más disputabilidad y más control, con más deliberación y menos 'gobiernos (encubiertos) de prerrogativa personal'. Pero todo ello, piénsese bien, nos invita a recuperar no sólo el concepto de libertad como no interferencia arbitraria, sino el más olvidado de libertad como autogobierno, y ello pese a las críticas, a mi entender injustas, de Aristóteles y de gran parte de la tradición republicana, a la democracia. La oposición berliniana entre libertad y soberanía hay que empezar a cuestionarla si nos queremos tomar en serio el tan temido ideal (republicano) de libertad, un ideal no asimilable, como quiere el señor Delgado-Gal, al liberal ni tan fácilmente despreciable por él.

Andrés de Francisco. Profesor de Ciencias Políticas y Sociología de la UCM.

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