Las colas de la vergüenza
Cientos de inmigrantes duermen al raso cada noche en Barcelona para poder recibir información sobre su permiso de residencia
Son las seis de la mañana; en la calle del Marquès de l'Argentera se dibuja una fila inmensa que bordea la estación de Francia para colarse por la calle de Ocata y alcanzar el metro de la Barceloneta. Unas 600 personas, calculan los agentes de policía, cuando la serpentina se pone en danza.
Una señal suya ha bastado para movilizar a una riada humana que instantes antes, y durante horas, se extendía por el paseo de Circumval·lació, esa gélida avenida que conecta la Ciutadella con la Villa Olímpica. La escena se repite día tras día, desde la primavera pasada, con el único descanso del fin de semana. Son marroquíes, argelinos, nigerianos, congoleños, suramericanos, paquistaníes, indios... dispuestos a dormir al raso, incluso ahora que hace frío, cuanto tiempo sea necesario para tener un puesto en la cola que garantice el acceso a la mítica puerta 1. El lugar que les permitirá saber cómo va lo suyo.
Litros de agua y desinfectante camuflan los olores dejados por quienes han dormido al raso
Lo suyo es, en la mayoría de los casos, un expediente que presentaron antes del 31 de julio, confiando en acogerse al proceso de regularización por arraigo antes de que entrase en vigor el nuevo reglamento sobre inmigración del Gobierno del Partido Popular. 'Trabajamos a marchas forzadas', admite Eduardo Planés, coordinador de servicios de inmigración de la Delegación del Gobierno en Cataluña. 'Pero la informatización policial retrasa aún más un proceso que debe tramitar 40.000 expedientes', dice. De esos 40.000 expedientes, que confía en haber resuelto por completo a finales de enero de 2002, un elevado porcentaje se cerrará de forma negativa para el solicitante.
Pero la gente quiere saber. 'Muchas de las cartas certificadas que enviamos para ponerles al corriente de su situación nos son devueltas porque el solicitante ya no reside en el mismo domicilio', apunta Planés. 'Además', añade, 'los extracomunitarios prefieren tratar las cosas de forma personal'.
De poco le sirve a Muzlifa, natural de Bangladesh y residente en Santa Coloma, esta explicación. Preferiría dormir en su casa, pero lleva tres años en Barcelona y ya ha pasado en cuatro ocasiones por la cola. Persigue un permiso de residencia permanente. Presentó sus papeles en julio. La suya es una de las 14.000 solicitudes presentadas por ciudadanos procedentes de Pakistán, India y Bangladesh.
'Es un fenómeno muy curioso', señala Planés. 'Ni Madrid ni ninguna otra ciudad española recibe tantas solicitudes de esos países'. Se han instalado aquí, han montado sus negocios -bazares y locutorios en su mayoría- y quieren traer a sus familias. El ranking de solicitudes, no obstante, lo sigue encabezando Marruecos, seguido de Ecuador, que por primera vez este año ha desbancado a Perú.
Planés asegura que las colas se podrían reducir si, tal y como está estipulado, fuesen las empresas que emplearán a los inmigrantes las que tramitasen la documentación. Pero en la mayoría de los casos no sucede así. La informatización, apunta, es otro factor básico. Planés confía en que el nuevo sistema pendiente de implantación agilice la gestión. Tanto o más que la posibilidad, en marcha desde hace tres semanas, de que los inmigrantes gestionen sus expedientes a través de las comisarías de su localidad de residencia. Hasta ahora, Barcelona centralizaba todo el proceso. Además, la Delegación del Gobierno está rehabilitando un edificio en la calle de Doctor Trueta, frente al rectorado de la Pompeu Fabra. El proyecto pretende hacer del edificio una suerte de terminal de aeropuerto que ofrecerá espacios más amplios y que, supuestamente, permitirá mantener a los inmigrantes a resguardo. La conclusión de las obras, no obstante, no se espera hasta principios de 2003.
¿Y mientras tanto? Mientras tanto, frío. Después de hacinarse durante meses delante de la Delegación del Gobierno y de la estación de Francia, los inmigrantes pasaron luego a ocupar la acera de enfrente. Hasta que el vencindario no pudo soportar el lamentable espectáculo y se quejó. Hace unos tres meses, los inmigrantes fueron obligados a trasladarse al paseo de Circumva·llació, lejos de la mirada de la ciudadanía y de los turistas. Incluso allí, por las mañanas, cuando los deportistas se adueñan del parque y sus aledaños, las brigadas de limpieza se afanan en borrar el rastro de la cola de la vergüenza. Litros de agua y desinfectante camuflan los olores dejados por ese medio millar de personas que ha dormido al raso. Quedan aún los últimos cartones, recogidos la noche anterior del contenedor más cercano, para dulcificar el cemento. Alguna prenda de ropa, olvidada en el camino, con la premura de no perder el puesto en la cola.
Cuando todo está límpido, en el inicio, junto a la valla que marca el territorio, los primeros inmigrantes esperan ya la cola del día siguiente. Son las doce de la mañana. Los mismos rostros que uno se encontrará horas más tarde, entrada ya la noche. Algunos inmigrantes han hecho de la cola su modus vivendi: a las once de la noche, te dejan su puesto por 3.000 pesetas. A las cuatro de la mañana, por 5.000. Más tarde, puede costar incluso 10.000. 'Sabemos que hay un grupo que vive de la cola', reconoce el coordinador de servicios de inmigración. 'Pero es difícil de erradicar porque tenemos dudas de que sea una actividad ilegal'.
'¿Tú crees que a esta hora y con esta posición te voy a dar 3.000 pesetas? No me interesa', dice Kiss, -'como beso en inglés', aclara-. Kiss lleva ya tres años en España y no se deja engañar. Trabaja en una fábrica de altavoces en Montcada y busca regularizar su situación. Desde que, junto con algunos de sus hermanos, abandonó Senegal, ha vagado por Francia y España en busca de una situación estable. 'En Francia', dice, 'conseguir los papeles es más difícil pero las condiciones, el trato que nos dan es mejor'.
Antes de entrar en la fábrica, Kiss trabajó de peón y de repartidor de pizzas. Está contento en Montcada y con el trato de la gente del pueblo, pero comienza a hartarse de su inestabilidad. 'Esto es una mierda, pero qué puedo hacer. Tengo que aguantar', dice en un correcto español cuando las primeras gotas de lluvia mojan su cara. Ha venido abrigado pero no lo suficiente. Una noche tan gélida era difícil de prever.
Un paquistaní, provisto de dos termos, le hace una oferta: té o café por 150 pesetas. Tampoco le convence. Algunos han sido más prácticos: a las tres de la mañana reciben los refuerzos. Un taxi deja a dos suramericanos provistos de una pequeña maleta que encierra un tesoro: una manta gigantesca, chubasqueros y paraguas. Pequeños detalles que aquí valen su peso en oro.
En cambio, Roberto, un argentino parlanchín y generoso, está solo. 'La próxima vez yo también me traeré a mi mujer', le dice a un dominicano que se aferra a su chica. Roberto decidió comprar un puesto más avanzado en la cola. 'Dentro de nada hará 24 horas que no duermo y mañana tengo que trabajar', se justifica. Durante la larga espera, retrocede varias veces para conversar con algunos compatriotas. Prefiere la charla al partidillo de fútbol que la colonia magrebí ha montado en la cancha situada justo enfrente.
Pese al sueño, el frío a Roberto no le deja dormir. No le importa; sólo le interesa tener una buena posición a las seis de la mañana. Es a esa hora cuando la cola se desplaza hacia la Delegación del Gobierno; cuando la policía intenta que ningún listillo altere el orden de la cola; cuando el frío, los juegos y los ritmos que han animado la noche quedan atrás. Faltan aún tres horas para que la mítica puerta 1 se abra.
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