También en la calle
Resulta patético contemplar la minuciosa contabilidad de los responsables ministeriales sobre la participación de estudiantes y profesores en las movilizaciones contra la Ley de Universidades, con datos que, de tan precisos como quieren ser, carecen de sentido. Para cualquier observador neutral, el grado de oposición a la nueva ley entre los universitarios es enorme, mayor que en ninguna ocasión anterior desde la transición, como demuestra no sólo la multitudinaria y festiva convocatoria de ayer en Madrid, que unió a docentes, sindicalistas y políticos, sino también las múltiples iniciativas en vigor para materializar dicha oposición.
Es posible, como ha reiterado la ministra Pilar del Castillo tras las marchas madrileñas, que muchos de los manifestantes no conozcan la ley. Es verosímil, sin embargo, que hayan oído o leído lo suficiente como para mostrar su desacuerdo; cada ciudadano fija su posición política con arreglo a las pautas que le parecen oportunas. Pero ¿qué dice la titular de Educación de los senadores del PP que han aprobado en escasamente 12 horas más de 600 enmiendas a golpe de señal del experto ministerial que dirigía sus votaciones? Es patente que tampoco conocían la ley y que no han tenido la oportunidad de debatir con un mínimo de rigor su articulado y las propuestas que se han ido haciendo para modificarlo. Con el agravante de que el Congreso la aprobó en una única sesión, sin permitir la comparecencia de expertos independientes ni representantes de la comunidad universitaria.
Por lo demás, habría un conocimiento más fidedigno de la ley si el procedimiento hubiera sido otro, más abierto, más sosegado y dando la palabra a más gente. No basta con que la ministra aparezca en televisión explicando las virtudes del texto; es necesario, además, contar con la participación de las personas y entidades que podían haber actuado como mediadores entre la sociedad y los responsables políticos.
Sin duda, muchos estudiantes protestan por cosas que no están en la ley, pero también por otras que sí entienden que están, como es una cierta indulgencia con las universidades privadas en comparación con las públicas. O por otras que deberían estar, como los compromisos económicos que necesita un sector vital para nuestro futuro, cuya diferencia con los de los países de nuestro entorno, documentada por todos los estudios independientes, es ante todo de financiación.
Pero si muchos estudiantes se confunden, no es probable que eso ocurra con los rectores. No es creíble que todos ellos, a pesar de la diversidad de sus perfiles académicos y políticos, protesten por cosas que no dice la ley. Y por si les faltaran motivos para la disconformidad, ya se ha encargado el ministerio y el entorno del PP de darles algunos más, tildando sus razones de espurias y a ellos, prácticamente, de formar parte de camarillas interesadas en conservar sus privilegios y en mantener a la Universidad sumida en la mediocridad. Éste es otro de los daños 'colaterales' del desafortunado proceso de aprobación de la ley. La ministra y sus portavoces no han dudado en denigrar a la Universidad actual para apoyar su actitud de menosprecio y la necesidad de reformarla de arriba abajo sin hacer mucho caso de sus opiniones.
Informes independientes españoles e internacionales demuestran el avance de la Universidad desde la transición. Es posible que en algunas áreas se eche de menos la existencia de los grandes 'maestros' que aglutinaban, y dominaban, sectores académicos enteros, o una influencia política y social mayor. Pero, en conjunto, es innegable el esfuerzo hecho por los universitarios, peor pagados y con menos medios que sus colegas europeos, por elevar el nivel científico y dotar a las jóvenes generaciones de una formación que no desmerezca de la de otros países. Todo ello hace más lamentable, al final, que una ley nacida con buenas intenciones, y en un momento en que se aceptaba la necesidad de las reformas, haya perdido su capacidad para mejorar la Universidad por una mala articulación de sus propósitos y una desastrosa gestión del debate público imprescindible para su aceptación por quienes han de aplicarla.
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