Iglesia y democracia
Juan Pablo II, en su encíclica Ut unum sint, pide a los obispos y teólogos de las distintas iglesias cristianas que le 'propongan fórmulas en las que el ministerio de Pedro pueda realizarse como servicio de amor reconocido por unos y otros'. En su reciente viaje a Armenia ha insistido en la misma petición, añadiendo que 'el ejemplo de los primeros siglos de la Iglesia nos pueda guiar en esta búsqueda'. Bienvenidas sean estas realistas y esperanzadoras palabras del Papa, porque el primado del Romano Pontífice sigue siendo el mayor obstáculo para el ecumenismo. Así lo confesó ya, dramáticamente, Pablo VI.
Pero estas frases papales adquirirían plena credibilidad si empezara a ponerlas en práctica dentro de su propia casa, es decir en el seno de la Iglesia. Es lo que ha sugerido el arzobispo emérito de San Francisco, monseñor Quinn, en su ponderado libro La reforma del papado.
Sin embargo, en contraste con estos deseos del Obispo de Roma, la Iglesia Católica es hoy, quizás, la única monarquía absoluta que queda en el mundo democrático y libre. No sólo la Curia romana acumula un poder omnímodo, sino que también los obispos, en general, suelen gobernar con aires autocráticos. El cardenal Ratzinguer, nada sospechoso de progresismo, ha señalado que 'los obispos locales actúan más como monarcas que como pastores'.
Con los datos del Nuevo Testamento en la mano, está claro que la Iglesia no es una democracia. Cristo la fundó jerárquicamente estructurada, confiriendo a esa jerarquía -los apóstoles y sus sucesores los obispos- una autoridad que no procede de la comunidad cristiana, sino del propio Cristo. En ese punto la Iglesia se diferencia, radicalmente, de una democracia. No obstante, Jesús de Nazaret no concretó la forma de articular y ejercer esa autoridad en la vida eclesial, pero sí que sentó un principio que debe inspirar siempre la función de gobierno en la Iglesia: 'Sabéis que los jefes de las naciones las avasallan y tiranizan. No sea así entre vosotros, sino que el que quiera ser el primero que se haga esclavo de todos, porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir, y a dar su vida en rescate de muchos' (Mt 20, 25-28).
¿Alguien puede creer, de verdad, que se sirve a los demás y se hace 'esclavo de todos', convirtiendo la autoridad en autoritarismo y, por tanto, coartando mucho más de lo debido la libertad de los otros? Veamos un ejemplo de la relación del Papa con el episcopado. Acaba de celebrarse en Roma el Sínodo de los Obispos, que, por cierto, a nivel de medios de comunicación social, ha pasado sin pena ni gloria. El objeto de estas reuniones es reflexionar sobre un tema de especial interés y presentar sus conclusiones al Pontífice, quien, a partir de ellas, elabora y publica un documento llamado Exhortación Apostólica. Pero las conclusiones de los padres sinodales son secretas y no es posible conocerlas. Suponemos que el Papa las tendrá en cuenta, aunque no lo sabemos. No parece que la autoridad de los obispos y su participación en el gobierno de la Iglesia queden de esta forma muy bien paradas. Se comprende que el obispo de Ecuador, monseñor Ruiz Navas, haya pedido en el Sínodo que el documento final recoja explícitamente las conclusiones de los obispos, además de lo que el Papa quiera añadir. Se olvida que Jesús, sin menoscabo de la primacía de Pedro, confirió a todos los apóstoles la misma potestad: 'Os doy mi palabra de que todo lo que atéis en la tierra, quedará atado en el cielo' (Mt 18, 18). Todavía a principios del siglo II, San Ignacio de Antioquía afirmaba que la Iglesia de Roma presidía a las demás iglesias en el amor. Hoy, desgraciadamente, tenemos que decir que las preside con la fuerza coercitiva del Derecho Canónico.
Ningún católico pone en duda el primado del Papa, e incluso muchos protestantes estarían dispuestos a aceptarlo; el problema está, como Juan Pablo II reconocía, en la forma de ejercerlo. Y lo mismo ocurre con los obispos: no se duda de su autoridad apostólica, pero sí es de lamentar que, por el ejemplo de Roma y por las amplísimas facultades que les concede la legislación canónica, puedan gobernar la diócesis con absoluta prepotencia. Lo ha aseverado, en el Sínodo, con meridiana claridad, el obispo congoleño Nguy Ketahwa: 'El hecho de acumular, en una misma mano, el poder legislativo, ejecutivo y judicial constituye una tentación para comportarnos como dictadores'.
Todo cambiaría si la autoridad en la Iglesia se ejerciera en el marco de una eclesiología de la comunión, es decir, de la participación activa y real de todos en la toma de decisiones. Es la eclesiología que propugna el Concilio Vaticano II, recordada y reivindicada por los cardenales Lehman, de Maguncia, y Daneels, de Bruselas, en este Sínodo, ya que la Curia romana parece haberla olvidado. Se debe tener mucho más en cuenta el modelo del llamado Concilio de Jerusalén (Hch 15), que manifiesta una manera específicamente cristiana de ejercer la autoridad. Se trató una cuestión trascendente: si los paganos convertidos debían circuncidarse y someterse a la Ley de Moisés; en definitiva, si el cristianismo era un mensaje universal de salvación o quedaba reducido a una mera secta judía. Reunidos todos los apóstoles y los presbíteros, presididos por Pedro, lograron un acuerdo que quedó plasmado en estas significativas palabras iniciales: 'Nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros...' Actualmente, las cuestiones importantes las decide sólo el Papa y los obispos obedecemos respetuosamente. Así ha ocurrido, por ejemplo, con la conflictiva doctrina eclesiástica sobre los anticonceptivos o la ordenación sacerdotal de las mujeres.
Y aquí viene la función de la democracia en la Iglesia. Descartando que ésta, en su constitución fundamental, sea una democracia, ¿qué inconveniente existe en que se gobierne con talante democrático? ¿Acaso no es la democracia la forma de gobierno más participativa que existe y, por tanto, la más cercana a la eclesiología de comunión? Lo señala el teólogo Olegario G. de Cardedal: 'En la Iglesia hay que integrar las instancias intermedias en las decisiones finales; el inviduo debe participar en las tareas de la comunidad, ya que no todo es resultado de una decisión divina positiva, y por ello inalterable, sino que muchas cosas quedan a la libre decisión humana. En éstas es necesaria la participación de todos; por ello, en este sentido, se puede hablar de democracia en la Iglesia'.
No se trata solamente de un problema eclesiástico interno, sino que, lo que es mucho más importante, se trata de la credibilidad de la Iglesia ante el mundo. En una sociedad plural, libre y democrática, en la que es tan fundamental el derecho a la libertad de pensamiento y de expresión, la imagen de una Iglesia monolítica, autoritaria e impositiva mueve instintivamente al rechazo. Y eso es muy grave porque la Iglesia constituye el camino para llegar a Jesucristo. Y, como ha mantenido en el Sínodo el propio cardenal Ratzinguer, lo importante es Jesucristo, no la Iglesia. Por amor a su Señor, a su Cabeza, a su Esposo, la Iglesia debe recomponer su imagen, dando mayor espacio a la libertad de todos sus miembros. San Pablo escribe en su carta a los Gálatas: 'Para ser libres nos ha redimido Cristo' (Gal 5, 1). Pero, de momento, la rigidez de la institución eclesiástica pesa como una losa sobre la libertad de los hijos de Dios.
Rafael Sanus es obispo y profesor de Teología.
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