Precisión y sutileza
'Una mañana de julio, a primera hora, una calesa destartalada sin resortes dejó la ciudad de N., cabeza de distrito de la provincia de Z., y avanzó con gran ruido por la carretera de postas. Era una de esas calesas antediluvianas que sólo utilizan en Rusia los viajantes de comercio, los tratantes de ganado y los curas pobres. Traqueteaba y crujía al menor movimiento, y un cubo suspendido en la parte posterior le hacía tristemente eco'. ¿Dónde está la eficiencia de esta descripción? ¿Qué es lo que le da singularidad y nos permite no sólo entender la escena sino, sobre todo, verla? Sin duda alguna, el cubo que golpea con triste eco. Todo cuanto se refiere a la calesa no es más que una mera información hasta que esa imagen, la del cubo, convierte la información sobre la calesa en una mostración de la calesa. La vida circula por la imagen gracias a ese cubo.
LA ESTEPA / EN EL BARRANCO
Antón Pávlovich Chéjov Traducción de Víctor Gallego Ballestero Alba. Barcelona, 2001 240 páginas. 2.500 pesetas
El año de 1888 fue un año de gracia para Antón Chéjov (1860-1904). Esta novela corta, La estepa, que muchos suelen calificar de autobiográfica, se publica en un periódico de San Petersburgo y le convierte definitivamente en escritor; desde entonces su producción será imparable e imparablemente grande. El gran maestro de realismo ruso dará fin a un total de 240 relatos de diversa extensión y a una serie de obras teatrales, iniciadas en 1889 con la versión definitiva del drama Ivanov, que le han situado en la cumbre de la literatura universal.
La finura y delicadeza de percepción de la realidad de Antón Chéjov se corresponden admirablemente con la sutil expresividad de su escritura. De la misma manera que se dice de un vino que está equilibrado cuando se corresponden a la perfección el olor y el sabor, así puede decirse de la mirada y de la escritura de Chéjov. El texto que he citado al principio de esta reseña -que es el comienzo de la novela- da cuenta de ello sin necesidad de mayor comentario. Y quien lea a Chéjov encontrará siempre esa extraña mezcla mágica de precisión y sutileza que es una de las vías principales de la sugerencia, la cualidad más misteriosa y sustancial de la creación literaria.
La estepa cuenta el camino
de un niño de nueve años desde su aldea hasta la ciudad donde ha de cursar sus estudios. Es un momento decisivo en su vida, pues se aleja de su mundo cerrado, de su paraíso, de su totalidad vivencial, para abrirse a un espacio distinto, percibido como hostil y sentido como indeseado. La habilidad de Chéjov consiste en presentarnos no sólo los sentimientos del niño, sino el transcurso del camino con todas sus incidencias. De hecho, el niño parece ser, más que nada, el hilo conductor de una serie de escenas de campo -de estepa- y estas escenas nos van mostrando el modo de vida de numerosas gentes de la estepa ucraniana, así como su paisaje, bien en general, bien en detalle. Pero el lector que avanza por esta historia pronto empieza a percibir el hilo que une al niño con el viaje. Porque el viaje es mucho más que una anécdota de formación o una descripción de costumbres: es el paso del mundo cerrado de la infancia al mundo exterior de los adultos. Y todo cuanto se relata está siendo relacionado siempre con la mirada del niño, con su percepción de ese mundo hostil, indeseado y nuevo que se ve obligado a cubrir en varias jornadas. En realidad se trata no de un viaje interior, sino de un viaje exterior, cuya exterioridad está en ese momento impregnando las emociones y los sentimientos del pequeño Yegorushka, una impregnación -y así es como está contado el cuento- que quedará de modo imborrable dentro de él, pero que no está siendo asimilado, sino sólo percibido y que, sin embargo, será un punto de inflexión en la psicología del niño. Para el niño sólo existe la pérdida de la madre y del hogar -es decir, de todo lo que para él es el mundo-, pero el curso de la vida, de la estepa y de las gentes va tomando su lugar dentro de él al tiempo que sufre de la pérdida. El niño que queda al final en la casa ajena donde vivirá y empezará a construirse a sí mismo de otra manera es un niño desolado, sí, también un niño enriquecido aun a su pesar por la experiencia de lo otro, de lo distinto.
Chéjov no cae en la tentación
de entrar en las consideraciones del niño sobre el mundo que se abre ante él y que es el de la vida de los hombres a la que tendrá que integrarse poco a poco. No, lo que hace es contar lo que el niño ve y dejar que sea el lector quien se ocupe a su gusto de relacionar los sentimientos del niño con el mundo al que se abre a su pesar, pero no sin curiosidad. Y el lector lo hará -porque no le queda otro remedio- en los términos en que está presentado el relato, mas no hay interpretación sino oferta, sugerencia, realidad literaria en definitiva. Ésta será siempre la cualidad suprema de Chéjov. Y en este relato en concreto, su capacidad de descripción de la naturaleza y de las cosas se equilibra tan bien con el punto de vista del niño que la exterioridad (la estepa) y la interioridad (el niño) se convierten en un solo cuerpo. Casi habría que atreverse a decir que su valor supremo es la capacidad de captar el alma de la vida: lo que está a la vista y aquello que mueve lo que está a la vista. Lo que está a la vista es realismo, sí, pero desprovisto de todo grano o adherencia interpretativa, pues la intención del autor se extiende como el aire que ha de respirar el relato para avanzar, mas en modo alguno se coloca delante de las escenas que lo conforman. Ésa es, más o menos, una manifestación de genialidad.
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