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Crónica:A PIE DE PÁGINA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Los cielos inhabitables

Rafael Argullol

En Eupalinos o el arquitecto, texto publicado en 1921 como introducción a un álbum de proyectos y planos arquitectónicos, Paul Valéry defendió un paralelismo artístico que contradecía las clasificaciones más habituales. Frente a la creación, enunciada por Hegel y aceptada por múltiples voces, de que la arquitectura era la más 'material' de todas las artes y la música, la más 'espiritual', Valéry asociaba íntimamente una y otra bajo la condición de que ambas se dejaban habitar por el hombre: como espacio la arquitectura, como tiempo -templo del tiempo- la música.

Este rasgo esencial de la arquitectura marcaba los derechos y deberes del arquitecto, cuya misión central era construir para ese habitar humano. Así la responsabilidad del arquitecto exigía que la construcción fuera la condición necesaria de toda concepción teórica. Curiosamente Eupalinos o el arquitecto, diálogo desplegado en forma platónica -con una conversación entre unos espectrales Sócrates y Fedro, moradores ya del Hades-, se distancia de la tradición más platonizante del arte occidental: la encarnación de la idea es tan importante, o más, que la propia idea.

Speer es un albacea de la escenografía totalitaria y un visionario de la publicidad

Seguramente todo arquitecto debería tener este opúsculo como libro de cabecera. No obstante, lo que me ha hecho pensar, otra vez, en el Eupalinos o el arquitectode Valéry es la reedición de otro libro extraordinario -aunque por conceptos diferentes- que es, en cierto modo, su antítesis. Me refiero a las Memorias de Albert Speer, el 'arquitecto de Hitler', el hombre que, bajo sus indicaciones, construyó algunas de las obras más emblemáticas del nacionalsocialismo, pero, por encima de todo, el talento técnico que estaba destinado a procrear las grandes pesadillas de piedra que el estallido de la II Guerra Mundial dejó encerradas en el papel.

Se ha debatido mucho el grado de sinceridad de Speer -condenado en Nuremberg, encarcelado durante años en Spandau- al expresar con posterioridad el horror ante las consecuencias de su obra. No parece que la justificación del técnico que 'recibe órdenes' sea suficiente para paliar la culpabilidad de quien, tras ser el gran constructor de los delirios de Hitler, se convertiría, como ministro de armamento, en el gran destructor. A lo largo de las Memorias Albert Speer se presenta como un incauto Fausto de la arquitectura al que un seductor y dañino Mefistófeles, el frustrado arquitecto y artista Hitler, condujo a la perdición. Un reparto de papeles demasiado nítido para ser verdadero.

No hace falta concentrarse en la culpabilidad moral de Speer para reconocer su principal delito como arquitecto puesto que, en contraste con lo que aconsejaba Paul Valéry a través del legendario Eupalinos, su arquitectura es una búsqueda creciente de lo inhabitable. Desde esta perspectiva estamos en condiciones de entrever la paradoja fundamental de este libro oscuro y fascinante: donde el autor trata de autoabsolverse con el argumento de que era sólo un arquitecto al servicio de un poder diabólico, hallamos precisamente su condena, también como arquitecto, por construir lo inhabitable. Los espacios que no se dejan habitar, los recintos que expulsan al hombre de su seno.

Si Hitler muestra predilección por Speer, hasta considerarlo el ejecutor perfecto del secreto arquitecto que late en su interior, es porque comprueba que nadie es más diestro en la concreción de las escenografías del poder. La ancestral cara totalitaria de la arquitectura -el templo imponente, el palacio inescrutable, la fortaleza aplastante- ha sido transformada por Speer en un decorado moderno y portátil: las masivas movilizaciones nazis son infinitamente más eficaces si se encauzan en estos escenarios que, además, gracias a los documentales patrióticos, pueden reproducirse hasta el último rincón de Alemania. Speer es un albacea de la escenografía totalitaria y un visionario de la futura publicidad.

Esta competencia profesional para el decorado en la nueva época tecnológica es lo que facilita el acceso al tramo final de su carrera como 'arquitecto de lo inhabitable'. Tras los arquitectos portátiles que tanto han contribuido a la cohesión estática del totalitarismo es elegido para edificar la escenografía definitiva, la piel urbana del 'Reich de los mil años'. Albert Speer desarrolla su fiebre final en forma de ciudades descomunales y construcciones sin precedentes. El modelo es Roma y las rivales declaradas son París, inevitablemente amada, y Nueva York, el centro titánico del capitalismo. La rival secreta es Moscú, de donde llegan confusas noticias sobre los planes urbanísticos y arquitectónicos de Stalin, con la alarmante información de que éste se está adelantando en la construcción del 'edificio más grande del mundo': el célebre Palacio de los Sóviets que debía coronarse con una estatua de Lenin de cien metros de altura, el zigurat del pueblo jamás realizado.

Tampoco nunca se construiría el Palacio de los Foros Populares de Berlín, la joya de las ensoñaciones compartidas por Hitler y Speer, el concebido asimismo como 'edificio más grande del mundo' que debía cubrirse con una cúpula tan gigantesca que multiplicara por 17 el tamaño de la de San Pedro del Vaticano.

Albert Speer nos ofrece multitud de detalles sobre todos sus edificios, hasta el extremo de dibujar las hipotéticas ruinas que quedarían de ellos tras el paso de los años y las invasiones de la vegetación. Un capítulo ejemplar, probablemente único en la historia de la arquitectura, en el que alguien concibe y proyecta tanto los potenciales edificios cuanto sus imaginarias ruinas sin que finalmente las ideas jamás se materializaran en la realidad.

Lo único en lo que, al parecer, Albert Speer nunca pensó es en la posibilidad de que su arquitectura fuera, en el sentido radical de la palabra, habitadas por el hombre. Concibió cielos inhabitables. Es decir, infiernos.

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