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Tribuna
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Los tribunales militares perjudican la guerra contra el terrorismo

Tan pronto como los submarinos alemanes depositaron ocho saboteadores en las costas de Estados Unidos durante la II Guerra Mundial, uno de ellos llamó al FBI para traicionar la misión, pero le tomaron por loco. Días después volvió a llamar y consiguió convencer al FBI de que era un saboteador auténtico. En parte para evitar que se conociera esta vergonzosa chapuza policial, los ocho fueron juzgados en secreto ante un tribunal militar en la sede del FBI.

Sorprendentemente, un abogado del Ejército de Estados Unidos asignado a los alemanes organizó una vigorosa defensa. El coronel Kenneth Royall, citando la resolución del Tribunal Supremo de 1866 referente al caso Milligan, puso en entredicho la legalidad del tribunal secreto sosteniendo que no se podía aplicar la ley marcial en asuntos de los que se ocupaban los tribunales civiles.

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Según las memorias de Francis Biddle, Franklin D. Roosevelt le dijo a su fiscal general que se opondría si el Tribunal Supremo resolvía conceder a los saboteadores acusados un juicio ordinario: 'No pienso entregarlos a ningún alguacil del sistema estadounidense de justicia armado con un auto de habeas corpus'.

El enfrentamiento se evitó cuando el acobardado Tribunal Supremo reconoció unánimemente los poderes extrajudiciales de un presidente armado con una declaración de guerra emitida por el Congreso. Seis de los ocho cautivos fueron a la silla eléctrica y a J. Edgar Hoover le premiaron con una medalla de honor.

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Ahora, el presidente George W. Bush, sin ninguna declaración similar del Congreso, está usando aquel error de Roosevelt como precedente para justificar su propia y espantosa desviación del procedimiento legal. La última excusa de Bush ha sido alegar que protege a los miembros del jurado (suprimiendo los jurados). Y peor aún, sus entusiastas asesores le han convencido, y también a algún que otro crédulo analista, de que los tribunales de Star Chamber que ha organizado cumplen el Código Normalizado de Justicia Militar legal.

Los abogados militares se agitan en silencio porque saben que no es cierto. El Código Normalizado de Justicia Militar exige un juicio público, la demostración de culpabilidad más allá de toda duda razonable, que el acusado tenga voz en la elección de los miembros del jurado y el derecho de elegir abogado, la unanimidad en la condena a muerte y, sobre todo, la posibilidad de recurso de apelación ante civiles confirmados por el Senado. No podemos encontrar ni uno de esos derechos fundamentales en la resolución militar de Bush por la que se establecen tribunales no autorizados para las personas que él califica de terroristas antes del juicio. La autorización de Bush hace retroceder el reloj de todos los avances realizados en la justicia militar, a lo largo de tres guerras, en el último medio siglo.

Sus asesores le aseguraron que una atemorizada mayoría aplaudiría su asunción de poderes dictatoriales para pasarse por alto nuestros tribunales. Sin embargo, no le advirtieron de que con su negación de los derechos humanos tradicionales de Estados Unidos a los extranjeros le saldría el tiro por la culata y, en la práctica, acabaría por debilitar la guerra contra el terror.

España, que detuvo y procesó a ocho hombres por complicidad en los ataques del 11 de septiembre, se negó la semana pasada a entregar a los sospechosos a un tribunal estadounidense al que se le había ordenado ignorar los derechos que habitualmente se conceden a los acusados extranjeros. Puede que otros miembros de la Unión Europea que tienen detenidos a sospechosos que podrían ayudar a deshacer Al Qaeda también se nieguen a extraditarlos.

De esta forma, Bush, tan preocupado por la coalición antiterrorista, la ha socavado y cedido a las naciones extranjeras el alto fundamento moral y legal que la justicia estadounidense ha ostentado durante tanto tiempo. ¿Y en qué se apoyará ahora Estados Unidos cuando China condene a muerte a un estadounidense tras un juicio militar desprovisto de un abogado elegido por el acusado?

A nosotros, la minúscula minoría de editorialistas de izquierdas y derechas que nos atrevemos a poner de manifiesto este tipo de consideraciones antiterroristas constitucionales, morales y prácticas, se nos tacha de 'histéricos profesionales'.

Sin embargo, la posibilidad de ser acusados de no estar suficientemente indignados con los sospechosos de tener alguna conexión con los terroristas calla la boca de la mayoría de los políticos. Y la necesidad de exhibir fervor patriótico convierte a los detractores liberales de Bush en modelos de imparcialidad. Toda una carrera profesional puede verse destruida por adoptar una postura impopular.

Pero no siempre. Hace 40 años, mi mentor político me presentó a un colega suyo, Ken Royall, que fue nombrado como último secretario de Guerra por el presidente Harry Truman tras concluir la II Guerra Mundial. Royal, que en aquel momento era el jefe de un gran despacho de abogados de Nueva York, consideraba que el momento más importante de su carrera había sido la batalla perdida por conseguir que un grupo de terroristas nazis injuriados tuviera un juicio justo en Estados Unidos.

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