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Tribuna:EL ENTORNO GEOPOLÍTICO EN ASIA CENTRAL Y MERIDIONAL
Tribuna
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Afganistán: bailando con lobos

Uno de los más dramáticos aspectos del 'nuevo mundo' surgido de la espectacular acción megaterrorista del 11 de septiembre es el carácter tremendamente incierto de sus contornos: la vulnerabilidad de la única superpotencia existente (y, por consiguiente, la de todos los demás); el desconocimiento de la identidad y de la naturaleza de un enemigo, el terrorismo, que carece de fronteras y que, con la destrucción de las Torres Gemelas, ha demostrado su carácter deletéreo y letal; el difícil equilibrio entre una justicia internacional que exige imperativamente el castigo ejemplar de los criminales y sus cómplices y la necesidad de evitar a toda costa que ese castigo tenga carácter indiscriminado y se proyecte sobre poblaciones tan pobres como inocentes... También se ha dicho que no deberán escapar a la justicia los gobiernos o regímenes que hayan dado su protección a los terroristas.

La aparición de Pakistán y de Arabia Saudí como elementos fundamentales de la coalición antiterrorista constituye un sarcasmo cruel. Más aún, una alianza basada en dos pilares tan complejos como vulnerables difícilmente podría sostenerse en el futuro. Es cierto que ambos países cuentas con bazas muy poderosas: el emporio petrolífero saudí y el arsenal nuclear paquistaní. Sin embargo, deberían buscarse urgentemente soluciones de recambio. De otro modo habremos puesto a los lobos al cuidado del ganado.

Durante estos días todos hemos podido oír y leer miles de veces lo que desde años ha sido un secreto a voces: fue precisamente Pakistán quien creó, adoctrinó, alimentó, armó, apoyó y llevó al poder al movimiento de los talibanes en Kabul. Con la bendición de Washington, entrenamiento paquistaní y financiación saudí surgió en el corazón de Asia Central lo que el islamólogo francés Gilles Kepel ha denominado 'salafismo-jihadismo', la corriente más radical y violenta del islamismo, cuyo máximo exponente es la simbiosis talibán-Al Qaeda y la pareja formada por el mulá Omar y Osama Bin Laden.

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Contra lo que comúnmente se piensa, los talibanes no jugaron apenas ningún papel en la lucha de la resistencia multiétnica afgana contra la ocupación militar soviética en el decenio 1979-1989. Fueron precisamente los líderes de la llamada Alianza del Norte, que actualmente prosigue una resistencia desigual contra los talibanes, quienes dirigieron la lucha de los afganos contra el invasor moscovita.

Derrotada la URSS y tras la caída del régimen prosoviético de Najibullah, la alianza interétnica afgana se desintegró en una serie de facciones tribales y religiosas articuladas en torno a sus respectivos 'señores de la guerra'. La retirada soviética convirtió al miserable y destrozado Afganistán en guerra civil en presa de las ambiciones hegemónicas de sus vecinos. Todos ellos -y particularmente Pakistán, Irán y Rusia- intervinieron de forma abierta en el conflicto afgano.

Islamabad no tardó en encontrar un grupo afín y manejable en los fanáticos y aguerridos talibanes, estudiantes islámicos reclutados por el ISI entre los refugiados en Peshawar y Quetta formados en la disciplina rigorista wahhabita. Los talibanes lograrían imponerse por las armas a las demás facciones y conquistar Kabul en otoño de 1996.

Conviene recordar que el propio Pakistán es un Estado surgido de la partición de la India británica, en 1947, bajo el signo del confesionalismo islámico. El Estado paquistaní ha atravesado una tormentosa historia en la que siempre han predominado los militares, que han acabado constituyéndose en la auténtica columna de un país invertebrado y se han arrogado la libertad de interrumpir el orden 'constitucional' cuantas veces les ha venido en gana. Dentro del aparato militar, los servicios secretos ISI dirigen, sin control alguno, la política interior y exterior paquistaní.

No puede extrañar a ningún conocedor de la región que el general-presidente Pervez Musharraf esté experimentando extraordinarias dificultades para vender a su perpleja y fanatizada opinión pública un espectacular y obligado giro en su política afgana. Los imperativos de una economía en ruinas y, sobre todo, la tajante amenaza de verse incluido entre los enemigos de Washington han forzado al dictador de Islamabad a distanciarse de su criatura talibán, de la que probablemente no se ha separado del todo. Pakistán sigue siendo el único punto de contacto de los talibanes con el exterior, y todo permite suponer que los asesinatos de los líderes opositores Ahmed Shah Massud y Abdul Haq -antes y después, respectivamente, del 11 de septiembre- no hubiesen sido posibles sin la decisiva colaboración del ISI.

Para Islamabad, el mantenimiento de un régimen afín en Kabul ha sido un elemento imprescindible para dotar a Pakistán, junto a la paridad nuclear de que ya dispone, de una suficiente 'profundidad geoestratégica' frente a la India que le permita continuar dando apoyo a los grupos terroristas (Harakat al Mujahid y otros) que, organizados por el ISI, operan contra el Ejército indio y la población en la Cachemira india, máximo objeto de la codicia paquistaní. Por eso, la probable caída del régimen talibán y el retorno a Kabul, bajo cobertura conjunta ruso-norteamericana, de un régimen articulado en torno a la Alianza del Norte causa escalofríos en la élite paquistaní, que es perfectamente consciente de que, con ella, se derrumbarán largos y costosos esfuerzos en su delicadísima frontera septentrional.

En el nuevo entorno geopolítico que se configure en Asia Central y meridional a tenor del desenlace de los acontecimientos en y en torno a Afganistán parece aconsejable, desde luego, fomentar la estabilidad en Pakistán. Pero ello no debería implicar, en ningún caso, la concesión a Islamabad de un derecho de veto sobre el Gobierno que se forme en Kabul, que debería ser multiétnico y neutral. La 'destalibanización' de Pakistán no depende sólo del inestable y dudoso régimen militar de Musharraf. Hay que comenzar por erradicar a los talibanes de Kabul. Los términos 'talibán' y 'moderado' son absolutamente contradictorios. Si de verdad se trata de combatir a los terroristas y a los Estados que los amparan no pueden hacerse excepciones en función de las simpatías o de las conveniencias estratégicas o económicas de nadie.

Se hace preciso encontrar aliados alternativos. El deseable acercamiento de Europa, y cabe esperar de Estados Unidos, a un Irán fuerte y en vías de reforma sería capital para equilibrar el desmesurado peso estratégico que, con su inmenso caudal petrolífero, ejerce en Oriente Próximo y en el Golfo la autocracia feudal saudí. Un país donde el respeto a los derechos humanos es inexistente y que, para conjurar el peligro interno, ha venido actuando como banquero del terrorismo islamista en los cinco continentes.

La India democrática debe ser para Occidente el aliado privilegiado en Asia meridional en lugar de un Pakistán desquiciado, al que hay que poner en su sitio y no tolerar que siga siendo en el futuro base de acciones terroristas contra sus vecinos. Finalmente, los intereses de Rusia y de China deben verse reconocidos, y ambas potencias ser asociadas para garantizar, con su indudable peso, los equilibrios básicos en una región del mundo cuya importancia decisiva en el plano estratégico mundial han confirmado los últimos acontecimientos.

Juan Manuel López Nadal es diplomático.

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