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MUNDO FELIZ
Columna
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Cosmopolitas y aldeanos

Atención: hay que detenerse un minuto a considerar el redescubrimiento, en este mundo global que nos rodea, del cosmopolitismo antes de que nos lo vuelvan a devaluar. En pocas semanas, gentes como la politóloga británica Mary Kaldor (autora de Las nuevas guerras, editado por Tusquets) y el sociólogo alemán Ulrich Beck (véase su Nuevo mundo feliz, editado por Paidós) son contundentes en su demanda de ideas y comportamientos cosmopolitas.

Que esto se produzca en un mundo que se tiene a sí mismo por global no deja de ser paradójico para aquellos que confunden la globalidad y la mundialización económica con el cosmopolitismo, y la uniformización con lo universal. Es fácil predecir que esta confusión comportará pronto -cuando todos se apunten al cosmopolitismo, porque ¿quién quiere hoy ser pueblerino?- mayúsculos enredos. Conviene, pues, tomar elementales precauciones. La confusión sobre lo global, por ejemplo, es ahora mismo de antología, ya que se da por hecho que es un fenómeno actualísimo, cuando llevamos, por ejemplo, casi un siglo globalizándonos a través del cine norteamericano. El redescubrimiento del cosmopolitismo, de la mano de significados intelectuales europeos, puede, de igual manera, convertirse en una trampa saducea si no tenemos claro de qué estamos hablando.

Mary Kaldor observa 'una nueva división política entre el cosmopolitismo, basado en valores incluyentes, universalistas, multiculturales, y la política de las identidades particularistas'; ella habla de 'guerras entre el exclusivismo y el cosmopolitismo', nada menos. Y Beck -en un reciente artículo en EL PAÍS- reclama no sólo 'unir la mundialización económica a una política cosmopolita', sino 'una transformación de los Estados nacionales en Estados cosmopolitas'. Kaldor y Beck -a quien debemos la idea de 'la sociedad del riesgo'- no son los únicos: Europa añora la vieja idea griega de los ciudadanos del mundo, aquellos que 'consideran todo el mundo como patria suya'. Y los franceses ya hablan de democracia cosmopolita, probablemente para oponerla a la democracia pueblerina -la que no ve más allá de su nariz, sea ésta norteamericana, española, catalana o talibán- que caracteriza lo que el profeta McLuhan llamó, con razón, 'aldea global'. La aldea global, ahora mismo, es la que centra su existencia en un modelo único de cultura, de vida, y es incapaz de entender la pluralidad universal de los humanos.

Ser ciudadano del mundo o aldeano global no es, desde luego, lo mismo. Ser aldeano o ciudadano son también cosas distintas. Igual que no es lo mismo protestar porque ese niño mago llamado Harry Potter hable en catalán o en inglés -una discusión claramente pueblerina- que la decisión, ciudadana, de que los impuestos -es decir, el dinero de todos- consiga que este fenómeno de masas hable en catalán. Que los ciudadanos se equivoquen en decisiones como ésta indica ya con claridad el avance de lo pueblerino en lo más cotidiano. El aldeano, quizá, siente mucho y piensa poco: lucha por lo suyo, ofrece egocentrismo (es como un culé ejemplar). El ciudadano, siente y piensa en equilibrio: se tiene, aunque se equivoque, por responsable sincero y humilde de lo colectivo (de éstos hay bastantes menos en cualquier sitio).

En resumen: la aldea se preocupa por sí misma y nunca será cosmopolita; la ciudadanía se preocupa por lo de todos y, así, da un primer paso hacia el cosmopolitismo. El imperialismo es aldeano; el respeto a la pluralidad es cosmopolita. Por todo ello, cuando escuchamos hablar de patriotismo -otro tema de moda, por cierto- vale la pena imaginar dos nuevas posibilidades: la del patriotismo pueblerino y la del patriotismo cosmopolita. Sus consecuencias están a la vista: la guerra o la paz.

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