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Crítica:BIOGRAFÍA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Inventario de goces y rencores

Anatxu Zabalbeascoa

Las memorias del biógrafo de Picasso, John Richardson, parecen más un anecdotario de personajes del mundo del arte que frecuentaron la Provenza tras la Segunda Guerra Mundial que la historia de una vida. Con tanto veneno como esnobismo -'demasiada fondue, demasiados Klees'-, la mundanidad le confiere a este libro un aire scott-fitzgeraldiano en el que los nombres se barajan con las marcas: la maleta Hermès de Jacques Lacan se entremezcla con el chal de Dior que sirve a Richardson para ganar la amistad de Jacqueline, la última musa de Picasso.

Con todo, el historiador es un retratista perspicaz. A veces, una simple anécdota le sirve para describir a un personaje. Así, Meret Oppenheim, 'la hermosa surrealista suiza, famosa por sus objetos subversivos, parecía sentirse tan excluida como yo. Para romper el hielo, le pregunté qué tipo de piel había utilizado para su icono Copa y plato forrados en piel. No hubo suerte. 'De gato', me espetó'. Para resumir a Picasso recurre a las palabras de Dora Maar: 'Cuando cambia de mujer cambia también todo lo demás: el estilo, la casa, el poeta y la musa'. Y al hablar de Paul Klee señala: 'Siempre he lamentado su resistencia a emprender cualquier proyecto que no pudiera realizar impecablemente. La impecabilidad es poco compatible con la urgencia a vida o muerte que contribuye a crear el Arte con mayúscula'.

EL APRENDIZ DE BRUJO. PICASSO, PROVENZA Y DOUGLAS COOPER

John Richardson. Traducción de Fernando Borrajo Alianza. Madrid, 2001 362 páginas. 3.500 pesetas

Hijo de un padre septuagenario al que toda la vida echará de menos, Richardson emplea la misma falta de pudor para narrar las vivencias propias que para descifrar las decisiones de los demás. Entre los personajes peor parados, Óscar Domínguez -'el hombre elefante'-, Henry Moore -'carente de imaginación'-, Churchill -'un bulldog ebrio'- o Paulo -'el hijo a quien Picasso consideraba un criado'- componen un rencoroso fresco de agraviados. Pero quien fuera su mentor y amante durante 12 años, el coleccionista Douglas Cooper, es quien se lleva la peor parte. Fue Cooper quien guió a Richardson por toda Europa en un grand tour que supuso la formación intelectual del entonces pintor de 25 años, quien le presentó a Picasso y quien le proporcionó una vida de tanto lujo como posesión. Tal vez por eso, las escasas muestras de reconocimiento iniciales contrastan con los continuos comentarios hirientes que éste recibe. El físico de Douglas le repele -'el alcohol venció mi repugnancia inicial'-, sus conocimientos -'consideraba la erudición como un medio de agresión'- le parecen demasiado académicos y su generosidad se pierde en un inventario de objetos robados en el que Richardson deja constancia de cada uno de los dibujos que Picasso les regaló y Cooper jamás le devolvió.

Está claro que John Richardson sabe juzgar las vidas ajenas, pero ¿ha sabido hacer lo propio con la suya? El británico ha escrito unas memorias agridulces en las que la factura del tiempo y el resentimiento se mezclan con la comicidad, el retrato sagaz de un mundo pretérito y las reveladoras anécdotas de algunos de los protagonistas del arte del siglo XX. 'Ten cuidado. Te zafaste de la pobreza, pero ¿tienes la fuerza necesaria para zafarte de la riqueza?'. Estas premonitorias palabras de Marcelle, la mujer de Braque, a Nicolás de Staël, el pintor que acabaría suicidándose al alcanzar el éxito internacional a los 42 años, sirven para resumir la historia que el propio Richardson cuenta sin, al parecer, ser consciente de ello. Él dice que a los 36 años, tras superar en conocimientos a su mentor, la convivencia se hace insostenible y, tras un viaje a Estados Unidos, cambia de vida. Y el lector concluye que, con 36 años, tras una vida provinciana de lujo y servilismo, viaja a Nueva York, donde en moteles miserables descubre la libertad. Uno se pregunta si esos años de madurez independiente merecerían una segunda parte de las memorias y, de ser así, si el pensamiento y el sentimiento, tendrían, en esa ocasión, tanta importancia como los nombres y las marcas en la entretenidísima lectura que, pese a todo, es El aprendiz de brujo.

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