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Columna
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Jabalíes, tenores y payasos

El 31 de julio de 1931 José Ortega y Gasset, diputado de la Agrupación al Servicio de la República, se dirigió a los representantes recién elegidos de las Cortes Constituyentes para pedirles que evitaran reproducir algunas lamentables sesiones parlamentarias de los tiempos de la Restauración. 'Nada de estultos e inútiles vocingleos, violencia en el lenguaje o en el ademán; hay, sobre todo, algo que no podemos venir a hacer aquí: ni el payaso, ni el tenor, ni el jabalí'. Setenta años después, ese consejo fue olímpicamente ignorado por los diputados presentes en el pleno del Congreso que discutió y votó el dictamen de la comisión de investigación sobre el caso Gescartera. No sería justo, sin embargo, distribuir los reproches por igual entre todos los parlamentarios; el fulminante de la monumental bronca desencadenada el pasado jueves en el hemiciclo fue la provocadora intervención del portavoz del PP, destinada a inducir una escandalera tal que hiciera imposible un debate argumentado sobre las eventuales responsabilidades políticas imputables -de acuerdo con la doctrina Aznar aplicada en el pasado a los Gobiernos socialistas- a los ministros de Economía y Hacienda a cuenta de ese oscuro asunto. Los socialistas picaron inocentemente en el anzuelo de Vicente Martínez Pujalte, capaz de desempeñar a la vez el triple papel de jabalí, tenor y payaso en el hemiciclo.

En el prólogo a su recopilación de anécdotas parlamentarias (Se abre la sesión, Planeta, 1998), Luis Carandell alaba las virtudes oratorias de diputados y senadores (el brillo del ingenio, el recurso al humor, la gracia en la expresión, la oportunidad del gesto o la rapidez de la réplica) para contraponerlas a las agresiones verbales y las descalificaciones personales que faltan el respeto debido a las Cámaras y a la opinión pública. Al igual que hubiera podido predicarse de Luis Ramallo en sus gloriosos tiempos de diputado popular en la oposición, Martínez Pujalte no es metafóricamente un verraco silvestre, sino un jabalí domesticado, dispuesto a hundir los colmillos en el adversario cuando sus jefes le azuzan en esa dirección. La misión encomendada esta vez al agresivo diputado era que utilizase cualquier procedimiento -por sucio que fuese- para desviar la atención sobre las implicaciones del Gobierno -por acción u omisión- en el caso Gescartera.

La instrucción sumarial de la juez Palacios y las contradicciones, mentiras y verdades a medias de algunos comparecientes ante la comisión de investigación parlamentaria destruyeron la burda intentona inicial del PP de reducir el asunto a un simple delito de estafa. La terquedad de los hechos forzó el cese-dimisión de Pilar Valiente, presidenta de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), y de Enrique Giménez-Reyna, secretario de Estado de Hacienda y presidente de la Agencia Tributaria. A partir de ese momento, la ortodoxa aplicación de la doctrina Aznar exigía la salida del Gobierno de los ministros Rato y Montoro, que nombraron a esas personas para cargos de confianza y tampoco vigilaron su irresponsable, negligente y permisivo comportamiento respecto a Gescartera.

Enfrentado con la doble tarea de negar las evidencias en el caso Gescartera y de esconder bajo la alfombra la doctrina Aznar construida en la oposición, el diputado Martínez Pujalte optó por exhumar sin venir a cuento los cadáveres del caso Filesa (un tinglado pseudoempresarial para la financiación ilegal del PSOE descubierto en 1993 y sancionado por los tribunales) y de las comisiones ilegales percibidas en beneficio propio por el ex presidente socialista de Navarra Gabriel Urralburu (otro asunto también juzgado por el Supremo) a fin de sepultar el debate bajo la losa del ruido. Los socialistas pagaron caro los escándalos de corrupción ocurridos durante su largo mandato. Pero la estrategia del Gobierno de evocar las páginas oscuras del PSOE para tapar sus responsabilidades en el caso Gescartera es una obvia confesión de culpabilidad: sólo un tonto o un cínico podrían sostener que los casos de corrupción de la etapa socialista permiten la absolución por los tribunales o por el confesor del mismo tipo de pecados cometidos por el PP.

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