EE UU y Palestina, hoy
La extraordinaria turbulencia del momento actual, en plena campaña militar estadounidense contra Afganistán -en la mitad de su segundo mes-, ha hecho que cristalice una serie de argumentos y contraargumentos que merecen cierta aclaración. Voy a enumerarlos sin detenerme demasiado en examinarlos ni calificarlos, simplemente para describir la fase actual de desarrollo en la larga, terrible e insatisfactoria historia de las relaciones entre Estados Unidos y Palestina.
Conviene empezar, tal vez, volviendo a afirmar una cosa obvia: que todos los norteamericanos con los que hablo (y reconozco que me incluyo entre ellos) creen firmemente que los terribles acontecimientos del 11 de septiembre inauguran una etapa muy distinta en la historia del mundo. Aunque muchos estadounidenses saben, racionalmente, que en el pasado han ocurrido otros desastres y atrocidades, los atentados del World Trade Center y el Pentágono siguen siendo hechos extraordinarios y sin precedentes. Y la consecuencia es que, desde ese día, parece desarrollarse una nueva realidad, fundamentalmente centrada en Estados Unidos, su pena, su ira, su tensión psicológica, su concepción de sí mismo. Es más, me atrevo a decir que casi lo que menos se puede oír hoy en público en este país es que hay motivos históricos para que Estados Unidos, como gran actor mundial, haya suscitado tanta animosidad a través de sus actos; se considera que tal argumento no es más que un intento de justificar la existencia y las acciones de Bin Laden, que se ha convertido en un símbolo amplio y demasiado claro de todo lo que Norteamérica teme y odia. En cualquier caso, en estos momentos no se tolera ese tipo de explicaciones en el debate general, especialmente en los grandes medios de comunicación o en las declaraciones del Gobierno. Da la impresión de que la virtud o el honor -en cierto sentido, profundamente inmaculados- de los norteamericanos han sido heridos por un terrorismo absolutamente perverso, y que cualquier intento de quitarle importancia o explicarlo es una idea que resulta intolerable contemplar o, mucho menos, investigar de forma racional. El que esta situación sea justo la que posiblemente perseguía la visión patológica y enloquecida de Bin Laden sobre el mundo -una división del universo entre sus fuerzas y las de los cristianos y judíos- no parece importar demasiado.
Como consecuencia, la imagen política que el Gobierno estadounidense y los medios de comunicación -que, en general, han actuado sin independencia alguna del Gobierno, aunque sí se plantean ciertas preguntas y expresan ciertas críticas sobre la forma de dirigir la guerra, no sobre su conveniencia ni su eficacia- desean proyectar es la de la 'unidad' norteamericana. Tanto los medios como el Gobierno están fabricando verdaderamente el sentimiento de que existe un 'nosotros' colectivo y que todos 'nosotros' sentimos y actuamos unidos, cosa de la que dan prueba fenómenos superficiales y tal vez poco importantes como el ondear de banderas y el uso de ese 'nosotros' colectivo que hacen los periodistas al describir hechos de cualquier parte del mundo en los que esté involucrado Estados Unidos. Nosotros bombardeamos, nosotros decimos, nosotros decidimos, actuamos, sentimos, creemos, etcétera. Por supuesto, esto no se ajusta más que vagamente a la realidad, que es mucho más complicada y menos tranquilizadora. Existe mucho escepticismo del que no se habla ni se escribe, incluso una disidencia categórica, pero todo parece oculto por el patriotismo manifiesto. La imagen de la unidad estadounidense tiene tal fuerza que deja muy poco espacio para poner en tela de juicio las decisiones políticas, unas decisiones que se encaminan, en muchos aspectos, hacia una serie de acontecimientos inesperados en Afganistán y otros lugares, de cuyo significado mucha gente no se dará cuenta hasta que sea demasiado tarde. Mientras tanto, esa unidad norteamericana necesita dejar claro al mundo que lo que hace y ha hecho Estados Unidos no puede admitir discusión ni desacuerdo serio. Igual que Bin Laden, Bush le dice al mundo: o estáis con nosotros o estáis con el terrorismo y, por tanto, contra nosotros. Es decir, por un lado, Estados Unidos no está en guerra con el islam, sino sólo con el terrorismo, y, por otro -en total contradicción con esa postura-, dado que sólo Estados Unidos decide quién o qué son el Islam y el terrorismo, 'nosotros' estamos contra el terrorismo musulmán y la ira islámica tal como 'nosotros' los definimos. El que, hasta ahora, los libaneses y los palestinos hayan conseguido posponer la condena norteamericana de Hezbolá y Hamás como organizaciones terroristas no es garantía de que la campaña para declarar a los enemigos de Israel enemigos 'nuestros' vaya a detenerse.
Por ahora, George Bush y Tony Blair han comprendido que es preciso hacer algo respecto a Palestina, pese a que, a mi juicio, no hay una verdadera intención de cambiar la política exterior norteamericana para adaptarla a lo que se va a hacer. Para que fuera así, Estados Unidos tendría que examinar su propia historia, exactamente lo que propagandistas como los egregios Thomas Friedman y Fouad Ajami dicen sin cesar a las sociedades árabes y musulmanas que tienen que hacer, pero sin pensar nunca, por supuesto, que es una cosa que todo el mundo, incluidos los norteamericanos, necesita hacer también. No, nos dicen una y otra vez, la historia norteamericana es una historia de libertad y democracia, y nada más: no se pueden reconocer errores ni anunciar revisiones drásticas. Todos los demás tienen que cambiar su forma de actuar; pero los norteamericanos se quedan como están. Entonces, Bush declara que Estados Unidos es partidario de un Estado palestino con fronteras reconocidas, al lado de Israel, y añade que debe llevarse a cabo con arreglo a las resoluciones de la ONU, pero no especifica cuáles y se niega a entrevistarse con Yasir Arafat.
Este paso puede parecer contradictorio, pero no lo es. Desde hace seis semanas hay una campaña mediática en Estados Unidos, asombrosamente implacable y minuciosamente organizada, para imponer, más o menos, la visión israelí del mundo a los lectores y espectadores norteamericanos, sin que prácticamente se haya oído nada en contra. Sus principales argumentos son que el Islam y los árabes son las auténticas causas del terrorismo, que Israel lleva toda su vida haciéndole frente, que Arafat y Bin Laden vienen a ser la misma cosa, que la mayoría de los aliados árabes de EE UU (sobre todo Egipto y Arabia Saudí) han desempeñado un papel negativo al fomentar el antiamericanismo, apoyar el terrorismo y mantener sociedades corruptas y antidemocráticas. Detrás de la campaña se encuentra la tesis (discutible, en el mejor de los casos) de que el antisemitismo está en aumento. Todos estos elementos, sumados, equivalen casi a la promesa de que todo lo relacionado con la resistencia palestina (o libanesa) a las acciones israelíes -hoy más brutales, deshumanizadoras e ilegales que nunca- tiene que ser destruido después de acabar con los talibanes y Bin Laden (o puede que al mismo tiempo). A nadie se le escapa que eso significa además -como recuerdan sin cesar a los estadounidenses los halcones del Pentágono y su maquinaria periodística de extrema derecha- que a continuación habrá que atacar Irak y que, junto a Irak, habrá que reducir a todos los enemigos de Israel en la región. El aparato de la propaganda sionista ha actuado de forma tan descarada desde el 11 de septiembre que la oposición a esos argumentos es mínima. En medio de este extraordinario barullo de mentiras, odio sanguinario y triunfalismo arrogante, se pierde de vista la simple realidad de que Estados Unidos no es Israel y Bin Laden no es lo mismo que los árabes o el Islam.
Esta intensa campaña proisraelí, sobre la que Bush y su gente tienen escaso control político, ha impedido que la Administración norteamericana revisara verdaderamente su política respecto a Israel y los palestinos. Desde los primeros momentos de la campaña estadounidense de contrapropaganda dirigida al mundo árabe y musulmán se ha visto un claro rechazo a tratar a los árabes con la misma seriedad con la que se ha tratado a otros pueblos. Un ejemplo es un programa de debate emitido por Al Yazira hace dos semanas, en el que se proyectó, entero, el último vídeo de Bin Laden. Sus palabras eran un batiburrillo de acusaciones y declaraciones, y acusaba a Estados Unidos de usar a Israel para golpear a los palestinos sin descanso; como es natural, Bin Laden, en su locura, lo atribuía a una cruzada de cristianos y judíos contra el islam, pero la mayoría de la gente en el mundo árabe está convencida -porque es evidente que es cierto- de que Estados Unidos ha dejado que Israel mate a palestinos cuando le conviene, con armas norteamericanas y con un apoyo político incondicional en Naciones Unidas y otros foros. El moderador del programa, que hablaba desde Doha, llamó a un funcionario norteamericano, Christopher Ross, que estaba en Washington; pero Ross, que habla árabe bastante bien pero sin fluidez, leyó una larga declaración cuyo mensaje era que Estados Unidos no sólo no es enemigo del Islam y los árabes, sino que es su paladín (por ejemplo, en Bosnia y Kosovo), y destacó cosas como que es el país que más alimentos suministra a Afganistán, que defiende la libertad y la democracia, etcétera.
En definitiva, una declaración típica del Gobierno norteamericano. Entonces, el moderador pidió a Ross que explicara por qué Estados Unidos, si tanto apoya la justicia y la democracia, respalda la brutalidad israelí en su ocupación militar de Palestina. En vez de respetar a sus espectadores y afirmar francamente que Israel es aliado de Estados Unidos y que 'hemos' decidido ayudarle por motivos políticos internos, Ross prefirió insultar su inteligencia y alegó que los norteamericanos son la única potencia que ha sentado a los dos bandos a la mesa de negociaciones. Cuando el moderador insistió en sus preguntas sobre la hostilidad estadounidense ante las aspiraciones árabes, Ross también insistió en sus argumentos, y vino a afirmar que Estados Unidos es el único que tiene presentes los intereses de los árabes. Como labor de propaganda, la actuación de Ross fue mala; pero como indicio sobre la posibilidad de que haya cambios serios en la política norteamericana, por lo menos, Ross les hizo el favor a los árabes (sin pretenderlo) de dejar claro que sería una ingenuidad esperar tales cambios.
Diga lo que diga, la Norteamérica de Bush sigue siendo una potencia unilateralista: en el mundo, en Afganistán, en Oriente Próximo, en todas partes. No parece haber comprendido por qué existe la resistencia palestina ni por qué los árabes se quejan de su política horriblemente injusta y de que mire para otro lado para no ver el perverso sadismo de Israel contra el pueblo palestino. Se niega todavía a firmar el Acuerdo de Kioto, el acuerdo sobre el tribunal para crímenes de guerra o los convenios contra las minas antipersonales. Se niega a pagar lo que debe a la ONU. Bush sigue amonestando al mundo como si fuera un maestro que le dice a un puñado de pequeños sinvergüenzas por qué tienen que comportarse con arreglo a los principios norteamericanos.
En resumen, no existe ninguna razón para que Yasir Arafat y su omnipresente camarilla tengan que arrastrarse a los pies de Estados Unidos. Nuestra única esperanza, como pueblo, es que los palestinos demostremos al mundo que tenemos unos principios propios, que tenemos razones morales y que prosigamos con una resistencia inteligente y bien organizada a la ocupación criminal israelí, que nadie parece mencionar a estas alturas. Sugiero que Arafat deje de viajar por el mundo, regrese con su pueblo (que no deja de recordarle que, en realidad, ya no apoya sus acciones: sólo dice que aprueba lo que hace el 17%) y atienda a sus necesidades como debe hacerlo un buen dirigente. Israel ha destruido la infraestructura palestina, ciudades, escuelas, ha matado a inocentes, ha invadido lo que ha querido sin que Arafat prestase mucha atención. Ahora debe encabezar las manifestaciones no violentas cada día, si no cada hora, y no dejar que sean unos cuantos voluntarios extranjeros los que hagan nuestro trabajo.
El defecto supremo de Arafat es la ausencia del espíritu de sacrificio y la solidaridad humana y moral con su pueblo. Creo que esa terrible falta es lo que ha hecho que tanto él como su infortunada e ineficaz Autoridad hayan acabado casi totalmente marginados. Por supuesto, la brutalidad de Sharon también ha tenido mucho que ver con su caída, pero hay que recordar que, antes de que comenzara la Intifada, la mayoría de los palestinos ya habían perdido la fe, y con razón. Lo que Arafat parece no haber entendido jamás es que somos y hemos sido siempre un movimiento que representa y simboliza los principios de justicia y liberación, que si nos apoyan es por ese motivo. Lo único que nos permitirá liberarnos de la ocupación israelí es eso, no las maniobras ocultas en los pasillos del poder occidental, en los que todavía hoy se trata con desprecio a Arafat y su gente. Cuando Arafat se ha comportado como si su movimiento fuera un Estado árabe más -por ejemplo, en Jordania, en Líbano, durante el proceso de Oslo-, siempre ha salido derrotado; sólo cuando comprenda que el pueblo palestino exige liberación y justicia, no una policía y una burocracia corrupta, empezará a ser un auténtico líder para su pueblo. De no ser así, sufrirá un fracaso humillante y nos acarreará el desastre y la desgracia.
Por otro lado, y voy a terminar aquí, para desarrollar más el tema en mi próximo artículo, no debemos caer, como palestinos ni como árabes, en una fácil retórica antiamericana. No es aceptable que la gente se sienta a discutir en Beirut o El Cairo y denuncie el imperialismo estadounidense (o el colonialismo sionista) sin comprender en absoluto que se trata de sociedades complejas, no siempre representadas por las políticas estúpidas o crueles de sus Gobiernos. Nunca nos hemos aproximado, ni en Israel ni en Estados Unidos, a las corrientes a las que es posible e incluso vital que nos aproximemos, con las que, al final, deberemos llegar a un acuerdo. En ese sentido, tenemos que hacer que nuestra resistencia sea un movimiento respetado y comprendido, no odiado y temido como ocurre ahora, debido a la ignorancia suicida y la beligerancia indiscriminada.
Una cosa más. También es demasiado sencillo que un pequeño grupo de intelectuales árabes que viven en Estados Unidos y no tienen nada de extraordinario aparezcan todo el tiempo en los medios de comunicación para denunciar al Islam y a los árabes, sin tener el valor ni la decencia de dirigirse en árabe a esos pueblos contra los que tan fácilmente claman en Washington y Nueva York. Ni es aceptable que los Gobiernos árabes y musulmanes pretendan defender los intereses de sus pueblos en la ONU y en Occidente cuando, en realidad, hacen muy poco por ellos en sus propios países. La mayoría de las naciones árabes están sumergidas en un baño de corrupción, el terror ante una autoridad antidemocrática y un sistema educativo totalmente defectuoso que todavía no está dispuesto a afrontar las realidades de un mundo laico.
Edward W. Said es ensayista palestino, profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Columbia.
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