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Columna
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Tal día como hoy

Fueron tantas las noches de espera, de la redacción al Café, del Café a los garitos, para que la noticia no nos sorprendiera durmiendo, y habían sido tantos los brindis con champán, en medio de rumores equívocos, de los que después negarían con política corrección que ellos jamás habían brindado por muerte alguna, que aquella noche del 19 de noviembre del 75, precisamente aquélla, una vez nos cruzamos las miradas cómplices de la espera, conocimos los últimos chistes que la situación prodigaba y oímos suspiros y bostezos de aburrimiento en El Gijón, cansados, nos fuimos a la cama con la cantinela del último parte médico. Cuando la radio-despertador rompió el sueño a la mañana siguiente, una voz enfática daba cuenta con condolido acento y severa solemnidad de que la capilla ardiente había sido instalada en el Palacio Real; creo que se adelantaban algunos pormenores de las exequias.

No diré que el sobresalto me produjo congoja. Los hijos del caudillo -Herrera Esteban, Arias Navarro- lloraban sin pudor, más acostumbrados a hacer llorar que a llorar por los suyos. Huérfanos, nos querían huérfanos, y el pueblo de Madrid optó por la orfandad prescrita y se echó a la calle, se metió en la cola que a un poco llega a la Cibeles y pasó con reverencia en multitud por delante del cadáver inexplicable. La televisión durante mucho rato tenía la única imagen monótona del pueblo doliente o del pueblo curioso o del pueblo que se sentía en la historia y no quería pasar inadvertido en ella. Los hijos del caudillo no deseaban perderse la ocasión del homenaje postrero ni renunciaban a llevarle a Franco al lecho de muerte a sus hijos y a sus nietos, a pesar del desagrado que comporta enseñar muertos a las criaturas inocentes. La revisión posterior de aquellas imágenes nos ha llevado a identificar democráticos rostros de hoy invadidos por la tristeza ante la desaparición del gran valedor de sus casas, el hombre venerado que en las fotos enmarcadas daba la mano a papá. La ciudad se llenó de crespones y banderas a media asta y las radios fueron invadidas por la música seria o sacra en los espacios que dejaba libre la loa al padre de la patria o la expresión oficial del dolor de España.

Para recordar que aquel día de noviembre hacía mucho frío en Madrid no hace falta tener una privilegiada memoria, ni quizá sea un dato que aporte algo a la descripción de un estado de ánimo personal, sobre todo si nuestro estado de ánimo no era especialmente concordante con el luto oficial. Comprendo que la opacidad del invierno, su luz lúgubre, acompañara mejor que el sol radiante que se abría en otros la triste despedida de los deudos del dictador. Pero en mi caso, una incómoda perturbación doméstica hizo inolvidable aquel frío: que se rompiera el calentador del agua en tan dramáticas circunstancias y que la vacación de los días de luto impidiera su arreglo. No obstante, las dificultades para la higiene personal se subsanan con el sacrificio del agua fría y, superado así el desarreglo, salía uno a la calle para observar el espectáculo del homenaje. Pero ni un obstáculo de ese tipo ni ningún otro más serio impidió al arzobispo de Madrid quedarse en casa y no sacar el palio propio para acoger los restos del caudillo, con lo que a poco que quisiera entenderse por dónde iba a ir la Iglesia en días venideros, intuyendo de paso por dónde irían las cosas, bastaba con que el cardenal Tarancón, al que los devotos del muerto deseaban en el paredón, no se decidiera a encomendar a Dios el alma de su fiel diócesano Francisco Franco; bastaba eso para entender que la muerte del dictador no sorprendía a algunas instituciones sin planes estratégicos. El fastuoso sepelio tuvo, no obstante, un oficiante de ardoroso verbo en el primado de España que consoló a los impresentables visitantes que con tan doloroso motivo tuvo Madrid en aquellos días, entre ellos un hombre poco impresionable por la muerte de otros como el compinche chileno del difunto, general como él y de nombre Augusto.

Pero lejos de la alharaca del sepelio multitudinario, en los bajos de la clínica de la Concepción, había aquel día otro muerto: Luis Felipe Vivanco, un poeta. Un muerto en soledad. Un muerto con el dolor que Franco propiciaba a menudo vivido en la propia casa, entre sus hijos. Otros versos, los del poeta León Felipe ('Franco: tuya es la hacienda, la casa y el caballo, / mía la voz antigua de la tierra'), contenían palabras que podían haber hecho suyas otros poetas muertos que nunca lograron regresar a su casa. Palabras de tantos y tantos exiliados, vivos unos, aún en la lejanía, muertos otros, a los que uno recordaba, soñando con Madrid, aquel 20 de noviembre. Recordé también a Pablo Neruda, que jamás volvió: había visto con anticipación y poética lucidez al general Franco en los infiernos. La poesía es a veces una buena recomendación del alma.

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