Más temprano
Con las primeras luces volvíamos del extrarradio, de alguno de aquellos lugares donde podía tomarse una copa de madrugada, pioneros más bien cutres de los after hours tan difundidos treinta años después. Antes, habíamos cerrado las páginas de adelanto que empezarían a componer a partir de las 8 de la mañana los linotipistas y a montar los ajustadores en los talleres del diario Madrid. Los periodistas necesitábamos, como los submarinistas cuando son izados a bordo, pasar por la cámara de descompresión antes de estar en condiciones de entregarse al sueño. Éramos los mismos que habíamos compartido durante toda la tarde-noche las tareas de redacción. Continuábamos hablando de las mismas noticias que acabábamos de redactar y de poner en página. Pasábamos revista obligada al oficio y a los colegas. Como especialistas en amaneceres emprendíamos el regreso. Atravesábamos Moratalaz y llegábamos al distrito de Salamanca. Desconcertados advertíamos que allí, en el centro, todavía era noche cerrada. Entonces, Cuco Cerecedo resaltaba que en los barrios obreros amanece más temprano.
Intentábamos un periodismo de frontera. Nos proponíamos rebasar las simulaciones de los falangistas y afines con tanto rojo gubernativo dispuesto siempre a la adhesión inquebrantable al Caudillo de España por la Gracia de Dios, como rezaban las monedas de curso legal. Queríamos informar de las luchas estudiantiles y obreras y de las propuestas de las fuerzas democráticas que desafiaban los estrictos límites del régimen franquista. Después de algunos tanteos el ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne había intentado sustituir la Ley que en plena guerra, el 22 de abril de 1938, patrocinara el cuñadísimo, Ramón Serrano Súñer, donde la prensa tenía la función de mera propaganda con censura previa y consignas. La Ley Fraga partía de proclamaciones sobre la libertad pero establecía amplísimos poderes administrativos para dictar sanciones de inmediata aplicación a las publicaciones y a los periodistas. Unas facultades que podían llegar al cierre de los periódicos y a la incapacitación de los profesionales.
Nuestro atrevimiento consistía en el uso de la ley, sin amilanarnos ante el sistema disuasorio que la acompañaba. Fraga quería ganar credibilidad pero abominaba de cualquier experimento con fuego real. Se sentía garante de que la ley de Prensa resultara inofensiva para el régimen. Nosotros en la redacción del Madrid intentábamos probar los límites midiendo los riesgos. Ensayábamos la renuncia a las exclusivas. Nos comportábamos como gente educada ante el umbral de una puerta. A veces ofrecíamos a otros la primacía en las noticias comprometidas para atenuar las consecuencias multiplicando el número de los afectados. Pero casi siempre era en vano. Añadíamos dosis de cauto funcionalismo. Cuanto más interés en dar una noticia con más disimulo la presentábamos: en página par, por abajo y titulada sin estridencia. De lo contrario podía ser levantada. En ese caso, ensayábamos otro circuito ofreciéndosela a la agencia Europa Press de Antonio Herrero y a los corresponsales amigos, como José Antonio Novais de Le Monde o Walter Haubrich del Frankfurter Allgemeine Zeitung de quienes después intentábamos retomarla en las páginas de Madrid.
Franco se decía responsable ante Dios y ante la Historia. Respondía también ante la prensa extranjera. Nosotros queríamos que lo hiciera sin más dilaciones ante una prensa española merecedora de ese nombre, más allá de las cabeceras uncidas al yugo y a los emblemas del sindicato vertical. El movimiento según decían sus principios era 'por su propia naturaleza permanente e inalterable'. Sin embargo, el general crecía en edad y empezaba a ser considerado perecedero. Los rumores sobre su retirada los desalentaba con frases como aquella de que 'quien recibe el honor y acepta el peso del caudillaje no puede darse al relevo ni al descanso'. Nosotros en el Madrid tampoco nos dimos a otras deserciones. Cuando en 1975 llegó el 'hecho biológico' ya habíamos saltado por los aires, tras haber rehusado a que el Madrid continuara su travesía en cautividad. Valió la pena transgredir la ley de la gravitación laboral y hay que decirlo ahora que se cumplen 30 años de aquella felonía.
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