El clamor del mundo
La versión castellana de un cuento de sir Arthur Conan Doyle, protagonizado por el atrabiliario y audaz profesor Challenger, se titula precisamente así: Cuando la Tierra lanzó alaridos. A partir del pasado 11 de septiembre, ya no sólo se escuchan gritos en la Tierra -de hambre, de desesperación, de ambición, de odio, como siempre se han oído-, sino que parece ser el mismo planeta entero quien se estremece, se tambalea y aúlla rabioso mientras da el traspiés. El mundo pega alaridos, puntuados por explosiones y disparos: mal momento para exponer razones o para musitar dudas. Mientras crecen la cólera y el pánico, buscamos augurios para sustituir a las certezas desfallecidas. Cada cual a su modo. Durante mi vuelo hacia Colombia yo iba pensando que pocas horas más tarde, en el hipódromo Belmont Park de Nueva York -sí, no muy lejos de donde ocurrió la reciente catástrofe asesina- tenían que batirse por la Copa de Criadores dos campeones que llevaban enfrentados toda la temporada: el anglo-norteamericano Galileo y Fantastic Light, propiedad de los jeques de Dubai. En su primera confrontación ganó Galileo, y en la segunda, Fantastic Light: ahora, en Belmont, cada cual participaría en una prueba distinta, pero el peso simbólico de sus nombres contrapuestos seguía ejerciendo su hechizo agonístico, pues ya decían nuestros bisabuelos latinos nomen omen, o sea, que sólo el destino sabe nuestro verdadero nombre. Y la tierra, gritando y gritando, como en una palestra más enfervorizada por el miedo que por el entusiasmo...
Pero al supersticioso que aún conserva parte de su cordura (de mejor índole ninguno podemos enorgullecernos) no hay presagio que pueda dispensarle totalmente de su esfuerzo humano, humanizador. Cuando el sobornado oráculo de Delfos recomendó renunciar a toda resistencia contra el persa, los griegos se estremecieron y después marcharon a pelear en Maratón. Sin aspirar a tan alto designio, mis amigos del Ateneo Barba Jacob de Medellín habían organizado por varias ciudades colombianas un seminario itinerante titulado 'Adiós a las armas', a fin de estudiar cómo la ciudadanía puede aprender a superar la violencia civil y yo volaba para estar junto a ellos en el empeño. Desde mucho antes del atentado de septiembre, los alaridos del terror y la exclusión resuenan en Colombia. Poco puede hacer un intelectual de a pie en tales casos -quizá sólo 'no agravar los males', como recomendaba Camus-, pero si alguna palabra sirve será allí donde es más improbable que sea escuchada en calma. Y sólo al servicio de las palabras razonadas, compartidas, fui a Colombia. Con ánimo mucho menos decidido, eso sí, que los valientes griegos.
A cualquiera le impresiona en cuanto llega a Colombia el peso abrumador de la obcecación violenta desatada, las ciudades y los pueblos acosados por el terror, literalmente cercados, los miles de muertos que no cesan de acumularse en torres más altas que las derribadas en Nueva York, el secuestro como negocio perfectamente ritualizado, los dos millones de desplazados obligados a abandonar sus hogares y sus tierras por la presión -para algunos, demasiado rentable- del crimen organizado. Quizá a la mayoría les sea más difícil percibir el esfuerzo opuesto, el de tantas personas que con múltiples dificultades e indudable riesgo personal luchan por hacer oír voces que analicen argumentadamente, por sostener principios de armonía cívica y por educar para la convivencia crítica pero pacífica. He compartido afanes con ellos otra vez durante una semana en Bogotá, en Barranquilla, en Medellín, en Armenia... Son maestros, comunicadores sociales, periodistas, profesores y estudiantes universitarios, actores de teatro, escritores, alcaldes o políticos con mandato institucional. Son ciudadanos de muchas otras profesiones, padres y madres, trabajadores sin rango ni título, pero que no quieren dejar de esforzarse por acabar con la brutalidad cotidiana. He aprendido mucho junto a ellos y a través de estudios como los recopilados en los volumenes de Colombia: democracia y paz, de los que es coeditor mi amigo Eduardo Domínguez, o en el muy interesante Violencia, guerra y paz, preparado por la Universidad del Valle bajo la dirección de Angelo Papacchini. Todos ellos merecen el mayor apoyo y mejor del que yo he podido fugazmente darles.
Sólo puedo hablar ahora de algunos rasgos que me han impresionado de los debates a los que he asistido en Colombia, recortados sobre el fondo convulso del panorama internacional que compartimos y -para mí- inevitablemente proyectados en la pantalla también violenta del Pais Vasco del que vengo. Para empezar, el resignado acomodo a una equiparación de legitimidad entre la fuerza institucional del Estado y la de los grupos terroristas (guerrilleros, paramilitares o simples mafias del narcotráfico) que se le oponen. La falta de legitimación del Estado es un problema antiguo en ese país, al que han concurrido históricamente numerosas causas. Quizá el mejor resumen de la situación lo dio un ex ministro al afirmar con un punto de dolorido cinismo: 'Colombia es más geogafía que historia. Tenemos más territorio que Estado'. Sin duda los gobiernos sucesivos han cometido muchos errores y sin duda han sido remisos a la hora de corregir males e injusticias enquistadas, pero nada puede ser peor que ver hoy al Estado constitucional como un contendiente más en la gresca atroz generalizada. Porque sólo un Estado realmente vigente, que no permitiese la proliferación de diócesis ajenas a su control sometidas a intransigencias privadas, sería capaz de asegurar el marco común de seguridad a partir del cual pudieran intentarse las reformas sociales imprescindibles y el fomento de un hábito político que acogiese las alternativas a lo vigente, pero descartase el crimen. No faltan quienes ya empiezan a pedir algún tipo de intervención internacional -incluso estadounidense- para restaurar la seguridad que el Estado colombiano parece incapaz por el momento de garantizar. Lo curioso es que nadie -o muy pocos, incluso entre los más antiyankis- denuncian el peor agravante inmediato del conflicto: la irracional cruzada de patente USA contra la droga en que se basa el negocio del narcotráfico.
La palabra 'seguridad' es la importante en este contexto, como lo es ahora también notablemente en tantos otros lugares del mundo. Uno de los mayores errores de cierta izquierda, tan despectiva con las 'libertades formales' de las democracias como crítica de sus recortes cuando ocurren fuera de Cuba o China, ha sido tradicionalmente considerar la preocupación por la seguridad pública una obsesión netamente burguesa, una inquietud de plutócratas. Grave error, porque allídonde reina la inseguridad los principalmente afectados son las clases más humildes, quienes no pueden procurarse cuerpos de protección privados y zonas residenciales fortificadas. La falta de seguridad ante atentados, asaltos y secuestros es hoy en muchos países uno de los peores mecanismos de discriminación social. Podemos mirar con justificada aprensión los recortes de libertades cívicas y garantías judiciales que se proponen en Estados Unidos o Gran Bretaña a raíz de los atentados del 11 de septiembre. Pero ¿no deberían servir también estas atrocidades para replantearnos muchos de los tópicos que desde hace años venimos oyendo sobre el exceso de control que los Estados occidentales ejercen sobre la ciudadanía? De hacerles caso, gracias a las manipulaciones policiales de Internet, las videocámaras en espacios públicos y otros elementos tecnológicos, la vida privada de cada cual llevaría largo tiempo sometida a estrecha vigilancia por el Big Brother representado por la CIA o cualquier otra organización gubernamental no menos siniestra. Pero desde el pasado septiembre tenemos pruebas evidentes de que ni la CIA ni el FBI ni nadie controlaba con un mínimo de eficacia no ya al ciudadano pacífico, sino ni siquiera a grupos fatales capaces de planear durante meses o años las peores fechorías. ¿No es algo a tener en cuenta hoy, antes de simplemente volver a despotricar contra los sobresaltos represivos que quizá se nos avecinan? Y también parece oportuno un pequeño saludo de homenaje al atroz y represivo Estado español, que durante tanto tiempo viene padeciendo el peor terrorismo europeo sin acudir a legislaciones como las que otros anuncian a las primeras de cambio. Visto cómo se las gastan en las democracias perfectas..., ¡qué suerte tienen Arzalluz & Co. viviendo en esta imperfecta que padecemos!
Al volver de Colombia, en la zozobra sobrevenida de esos viajes aéreos en los que ya alarman menos los accidentes que los kamikazes, me entero de que Fantastic Light ha vencido en Belmont, pero el jeque de Dubai ha dedicado todo el monto del premio al fondo para los bomberos y policías que murieron en el rescate de Nueva York. A Galileo, en cambio, no le fue bien en la pista norteamericana. Satisfecha la líbido hípica, dedico el resto del viaje a rumiar el dictamen de Pascal, más al día que nunca: para que haya verdadera seguridad no hay más remedio que fortalecer la justicia, si no se quiere tener que justificar la fuerza. ¿Lo aprenderá alguna vez este mundo que chilla empavorecido? ¿Lo aprenderemos todos?
Fernando Savater es profesor de Filosofía en la Universidad Complutense.
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