Una institución misteriosa
Sabemos aproximadamente lo que es la responsabilidad jurídica. También, aunque con algo más de imprecisión, lo que es la responsabilidad moral. Pero la llamada responsabilidad política es una institución misteriosa. Tiene aspectos claros: los Gobiernos de los sistemas parlamentarios son responsables ante las Cámaras; hasta el punto de poder ser derribados por un voto de censura. Y los partidos y coaliciones responden periódicamente ante el electorado. Pero lo enigmático de la responsabilidad política parece consistir en otra cosa. Podría resumirse vagamente así: si pasa algo grave en el área de competencias de un cargo público hay que pensar en presentar la dimisión. Pongamos un ejemplo: en junio de 1999 se descubre que algunas granjas belgas alimentaban los pollos a base de piensos con dioxinas. El comité veterinario de la Unión Europea propone el embargo de las exportaciones de aves y huevos de Bélgica e inmediatamente dos ministros (el de Sanidad y el de Agricultura) presentan su dimisión. Por supuesto que las prácticas de los granjeros les eran desconocidas, pero se produjo el problema y se sintieron obligados a dimitir. La idea parece ser, pues, que mientras están en el cargo se atribuyen a los 'responsables' políticos las calamidades públicas que ocurran, aunque no se advierta entre los unos y las otras un nexo claro. Y pagan con la dimisión. Si el causante del desaguisado, por acción o por omisión, es un cargo nombrado por el ministro se tiende a endosar la responsabilidad por elevación al titular de la cartera.
El misterio de la responsabilidad política así entendida deriva de que es la única responsabilidad que tiende a ignorar la relación del responsable con los sucesos que se le imputan. Las cosas suceden y uno tiene que dimitir. ¿Por qué? La respuesta está seguramente en sus orígenes. Dado que la responsabilidad del Gabinete inglés era colectiva y se proyectaba sobre el premier, ante un desastre o un escándalo el ministro ofrecía a los Comunes la resignación de su cargo para salvar al resto del Gobierno en momentos de mayorías inestables o difíciles. Después la institución fue configurándose lentamente como una convención constitucional basada en esos casos individuales. Ha habido muchos en más de un siglo, y sin embargo, los constitucionalistas ven todavía en ella muchos perfiles borrosos. Sólo dos ingredientes parecen fuera de toda duda: primero, el responsable ha de estar ocupando el cargo cuando se producen los hechos que fuerzan su dimisión; segundo, aunque la relación del responsable con esos hechos no parece importar demasiado, se suele exigir como mínimo que hubiera sido posible una política alternativa para evitar o paliar el mal (a nadie se le pide que dimita por una catástrofe natural).
En España la casuística es escasa. Pero tenemos ya un muestrario muy didáctico. Hay un caso modelo por la celeridad y el rigor con que se obró: la dimisión de Asunción como ministro del Interior cuando Roldán acertó a fugarse. Y tenemos también un caso en que se fue, sin duda, más allá de lo exigible: el gesto de Solchaga al dejar el grupo parlamentario a causa del asunto Ibercorp. Aquí ni se ocupaba ya la cartera afectada ni era concebible una política alternativa respecto del tema. Si a alguien se le hubiera ocurrido controlar las actividades privadas del presidente del Banco de España el escándalo hubiera sido mayúsculo, incluida una posible advertencia de la Unión Europea. Pero esto daba igual: el Partido Popular había montado ya entonces su versión de la responsabilidad política. Era eso que ellos mismos llaman ahora cacería. Cualquiera podrá recordar el listado latino de culpas que incluyó Álvarez Cascos en ella: no sólo la acción o la omisión directa, sino también la indirecta, y las culpas in eligendo, in vigilando, y no sé cuántas más. La culpabilidad universal y objetiva. Allí caía hasta el apuntador. Yo escribí por aquel entonces en este mismo periódico: 'Aquellos que desde la oposición atizan con regocijo la expansión indiscriminada de estas confusas acometidas verbales no están más que poniéndose una bomba debajo del propio asiento'. Y en esas estamos. Rodrigo Rato y Loyola de Palacio estaban allí ayer... y aquí hoy. El caso de Rato (o de Montoro) es de libro. Es titular de la cartera y se le ha escapado un roldán. Porque aquellos que él nombró forman parte activa de los conciliábulos, almuerzos y atenciones que precipitan el desastre de Gescartera. El caso de Loyola de Palacio, en cambio, parece distinto. Entre otras cosas, porque dejó la cartera de Agricultura. A ella sólo le incumbe quizás el principio cristiano de la regla de oro, una de cuyas formulaciones pudiera muy bien ser: 'Aplícate a ti mismo lo que exijas a los demás'. Pero claro, esto no es ya un tema político en sentido estricto; es más bien una cuestión de decencia.
Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la UAM.
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