Demasiados generales para poco ejército
Las tropas de la Alianza del Norte habían avanzado victoriosas sobre Taloqan, su antigua capital en el norte de Afganistán, sin encontrar mayor resistencia. Y entonces, al día siguiente, decidieron proseguir sobre Kunduz, un estratégico nudo de carreteras que despeja el camino hacia Kabul.
A unos diez kilómetros, cerca del puente de Banghi, se encontraron en medio del fuego enemigo: ráfagas de Kaláshnikov, obuses y disparos de mortero. Un fotógrafo francés, que lleva más de veinte años cubriendo guerras, presente en el combate, dijo no haber visto nunca nada igual: fue el pánico total.
En cuanto los proyectiles empezaron a caer y los soldados comprobaron lo que era la guerra, dieron media vuelta a toda velocidad. Corrían por todas partes y siguieron hasta las puertas de Taloqan en una caótica retirada. El general Daud, el caudillo militar de esta provincia, estaba furioso. No se puede olvidar que la mayor parte de las victorias logradas por la Alianza del Norte en la última semana se consiguieron sin apenas combates.
Entre los soldados hay guerrilleros duros y hay otros que se han sumado al Ejército porque les dan de comer y, a veces, un sueldo. 'No tengo prisa. Llevo toda la vida luchando', había dicho poco antes del ataque sobre Farjar un muyahid.
Otros soldados, en cambio, de apenas 18 años y, visto lo que ocurrió en Banghi, no parece que estén dispuestos a combatir. Entre las tropas, entre los militares más profesionales y entre los políticos que forman esta extraña Alianza del Norte, que prefiere ser denominada Frente Unido, hay de todo.
Cada región tiene uno o varios generales. Cada uno de ellos controla una lowa, que es el equivalente de una brigada, con unos 3.000 soldados. Y, a su vez, ésta se divide en varias ghund, con unos mil combatientes cada una. A la hora de ir al frente, los grupos tienen unos 20 hombres, cada uno con su Kaláshnikov, varios lanzagranadas antitanque y una metralleta pesada de 7,62 milímetros. Es un equipamiento que, según algunos soldados consultados, ha mejorado mucho en las últimas semanas.
Faizal Rabin, encargado de un depósito de municiones en la retaguardia del frente de Taloqan, mostraba orgulloso a este periodista la semana pasada que allí no faltaba de nada: munición de Kaláshnikov, morteros de 120 milímetros, obuses para tanques T-51 y T-62, así como para los lanzamisiles múltiples de fabricación rusa, conocidos como el órgano de Stalin, que pueden alcanzar los 21 kilómetros de distancia y que fueron utilizados para machacar las posiciones talibanes allí donde no hubo apoyo aéreo. Rabin señaló que todas estas municiones llegaban al frente en relativamente poco tiempo.
Asaltos desordenados
Pero, además de su capacidad para hacer llegar suministros, la Alianza del Norte no ha podido demostrar esta última semana su nivel estratégico, porque la forma de combatir ha sido con asaltos desordenados sobre un enemigo que se retiraba después de haber sido bombardeado durante más de un mes por la aviación más potente del mundo. La rapidez con la que han ganado terreno no quiere decir mucho sobre su fuerza, más bien es un signo de las carencias de un enemigo que, en muchos casos, había sido enviado al frente manu militari.
El principal problema reside en qué hacer con estos soldados y comandantes cuando llegue el tiempo de la paz. Porque la Alianza del Norte no es una unión militar: es sobre todo una unión política.
Convertir esta amalgama de militares y políticos, con una historia de traiciones y luchas internas, en el Gobierno legítimo y estable de un país sumido en la pobreza, minado hasta los topes, con un reparto étnico muy complejo -los pastunes representan al 38% de la población; los tayikos, al 25%; los hazaras, al 19%, y los uzbekos, al 6%, además de un 12% de grupos minoritarios- y que no ha conocido un momento de paz en dos décadas no va a ser una tarea fácil. Es allí donde la comunidad internacional tiene que jugar un papel esencial para lograr cambiar la historia: la Alianza del Norte sólo ha permanecido unida cuando tenían un enemigo común, ya sean los soviéticos o los talibanes. Pero cuando ha llegado al poder, como ocurrió el año 1992, tras la derrota del Gobierno títere de Najibulá, sus líderes se han dedicado a combatir entre ellos con la misma pasión con la que antes lo hicieron contra sus enemigos.
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