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Columna
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Grava

Los últimos temporales, que han azotado con violencia excepcional el litoral mediterráneo, sitúan sobre la acuciante actualidad las consecuencias de la insensatez de los munícipes que rigen los destinos de la costa. Valencia ya no se acuerda del cinturón de cemento que se construyó como barrera infranqueable entre el mar y el paraje de El Saler, junto al parque natural de la Albufera. Aquello costó un descrédito notable para la ciudad que lo promovió, hasta llegar a la demolición y posterior recomposición de un entorno que todavía trata de recuperar el equilibrio perdido. La fuerza inevitable de las olas ha barrido estos días kilómetros y kilómetros de barbarie y mal gusto, que caracteriza la sustitución de los medios naturales por moles de hormigón, malecones, escolleras, paseos y tinglados comerciales que, en vez de proteger el entorno y embellecerlo, contribuyen a su deterioro, después de condenarlo a su propia desfiguración.

A lo largo de los últimos años y meses se ha suscitado, entre otras, la polémica en torno a la construcción de un puerto deportivo más en aguas de la bahía de Xàbia. Sería interesante imaginar lo que podría haber ocurrido si efectivamente estuviera funcionando. Ni cerca de la Cala Blanca ni en la ya célebre playa de la Grava cabe una nueva instalación portuaria para embarcaciones de recreo. Esa operación, atractiva desde el punto de vista inmobiliario, supondría la saturación insoportable de la ensenada y un golpe definitivo a su calidad medio ambiental. Estas cosas ocurren de vez en cuando. Se embravecen las fuerzas de la naturaleza y vuelven por sus cauces. Los del agua, los del viento, del sol y de las olas, arremeten contra la obra muerta, sobre todo cuando ésta, en connivencia con la osadía de los hombres, ha sido irrespetuosa con la estabilidad natural de muchos siglos de conformación geológica. La mayor parte de las pérdidas millonarias de los últimos temporales se podía haber evitado, si hubiera funcionado el sentido común que deja las cosas en su sitio.

Al mismo tiempo, y por si fuera poco, nos estamos cargando el litoral, es decir la franja valiosa y escasa que, bien mantenida, puede suponer un inestimable valor añadido para el resto. En cambio, por el camino que vamos, los municipios turísticos de la costa valenciana acabarán con la gallina de los huevos de oro. Si en la Comunidad Valenciana existe un bien inestimable, ese es el entorno de las zonas más favorecidas por la dotación natural, por la abundancia de atributos y aquel ámbito donde las infraestructuras potencian sus atractivos, sin mermar su capacidad de progreso eficiente. Las zonas turísticas valencianas coleccionan muestras de la sinrazón de quienes, sin ser capaces de dar la talla como empresarios, sólo piensan en enriquecerse sin miramientos. La costa valenciana está plagada de engendros y monaditas que refuerzan la idea de Maquiavelo, acerca de que es defecto común de los hombres no tener en cuenta la tempestad cuando el mar está en calma. Si además nos olvidamos de que el orden de la naturaleza debe de ser inalterable, llegamos a que las olas del mar, estos días atrás, como la fuerza de las riadas, no son más que toques de atención para un mundo que no es tan afortunado como parece. Todo acaba poniéndose en su sitio de un zarpazo inesperado, como el que estos días pasados se ha soportado en tierras valencianas.

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