Referencia del veraneo donostiarra
Es difícil contemplar la Real Casa de Campo de Miramar, en San Sebastián, sin hacer referencia al veraneo, una de las costumbres del siglo pasado en vías de extinción y que ha sido una de las enseñas de la capital guipuzcoana. Las estancias en las costas vascas y cántabras de los habitantes de las grandes capitales, sobre todo Madrid, de julio a septiembre han dado lugar a algunas de las construcciones emblemáticas de cualquier localidad con playa y puerto que se precie.
Por eso, ante la mirada a este palacio de finales del siglo XIX es necesario recordar cómo su construcción no fue un mero capricho de la Casa Real española, sino el producto de una iniciativa municipal para llevar a San Sebastián a la élite de la sociedad madrileña durante los meses de verano.
El Ayuntamiento donostiarra tenía claro hacia 1860 que el futuro de la ciudad pasaba por la promoción de sus playas, sobre todo La Concha, y sus baños reparadores. La presencia de un referente regio era imprescindible, como se comprobaba en el cercano Biarritz, adonde acudía Napoleón III.
Así que la maquinaria para conseguir una mayor dependencia de la Casa Real con la ciudad se puso en marcha. Los Borbón ya pasaban temporadas en el Palacio de Ayete, pero era necesario una construcción propia en la mejor zona de la capital como merecía al abolengo de sus residentes.
Se eligieron unos terrenos, propiedad del conde de Moriana del Río, lugar original de la fundación de San Sebastián, situados en un promontorio que divide las playas de La Concha y Ondarreta. En aquel 1888, en el lugar se encontraba la iglesia parroquial del barrio del Antiguo, edificada, por cierto, sobre los restos del convento de las Dominicas de donde se escapó Catalina de Erauso, la Monja Alférez.
La reina María Crisitina pagó por estos terrenos 200.000 pesetas de su propio caudal, mientras acudía a un arquitecto inglés, Selden Wornum, que gozaba de cierto prestigio por sus construcciones en Biarritz o San Juan de Luz. Es más, ya había cruzado la frontera y había trabajado en la localidad cántabra de Fraguas, donde levantó el palacio del duque de Santo Mauro, ese edificio que Alejandro Amenábar ha dado a conocer en todo el mundo con su película Los otros.
Selden Wornum incorpraba los sabores del neogótico inglés que en una casa de campo se traducía por el recuerdo al cottage británico y el palacio paladiano.
Como explica el arquitecto Iñaki Galarraga, responsable de la restauración actual de Miramar, 'en aquel momento, todas las construcciones debían atender a las corrientes que dominaban la academia: el neoclásico y el neogótico, a los que se incorpora una línea cristiana de recuperación de los valores vernáculos. En este contexto es donde hay que situar la Real Casa de Campo'.
Pero la construcción no se encargó al británico. Por orden expresa de la reina María Cristina, la dirección de las obras la llevó a cabo el arquitecto municipal, José de Goicoa, verdadero artífice del San Sebastián contemporáneo. Esta decisión no sentó nada bien a Wornum, como es de imaginar. Galarraga ha tenido acceso a la correspondencia que el inglés mantuvo con la casa de los Borbón, en la que 'se aprecia un gran disgusto por parte del arquitecto que no acepta la situación, eso sí, con una corrección decimonónica que deja traslucir, sin embargo, el enfado de Wornum', explica.
Pero no le quedó más remedio y Goicoa, un arquitecto ecléctico y eficaz, levantó en cuatro años los distintos pabellones del cuerpo principal del palacio. Se emplearon materiales de la tierra (ladrillo, piedra arenisca, madera y acero de los incipientes Altos Hornos de Vizcaya). Pero la teja y el mobiliario se trajeron desde Inglaterra. El resultado fue un edificio dividido en cuatro partes, según la descripción de 1891, tal y como recoge Miguel Sagüés en su Historia del Palacio de Miramar.
Destaca la austeridad, dentro de lo que cabe, con la que fueron dispuestas las dependencias. Desde el cuarto vestuario, en la entrada de la planta baja, habilitado para que los recién llegados se cambiaran de indumentaria, hasta las habitaciones de la reina, obedecen a una decoración 'que es de un eclecticismo seductor, sin gran lujo aparente o fantasía', recoge Sagüés.
Estas premisas se mantienen en la restauración que Iñaki Galarraga inició en 1985, después de que durante 20 años (desde que el Ayuntamiento de San Sebastián comprase en 1969 por cien millones el palacio a los Borbón) sólo estuviese habitado por el guarda. La motivación principal fue que sirviesen de sede los Cursos de Verano de la Universidad del País Vasco.
El primer paso fue la consolidación de tejados y estructuras, al que siguió la rehabilitación del pabellón de Servicios y el del Príncipe como sede de los cursos citados. Cinco años más tarde se afronta el pabellón pequeño que da a La Concha, donde se establecerán la sede del propio palacio y la de Eusko Ikaskuntza. Otro lustro después, se realizará la sala Caro Baroja en lo que había sido el comedor real.
Y ahora, con la instalación provisional del Centro Superior de Música del País Vasco se ha reformado todo el centro del edificio. De este modo, se espera que en otros cinco años, se finalice una restauración que ha atendido al refuerzo de todas las estructuras y al respeto escrupuloso de toda la decoración hasta en la instalación del aire acondicionado, impecable.
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