Síndrome de atentado
¿Accidente o atentado? Desde el 11 de septiembre, el desplome de un avión, sobre todo si ocurre cerca de Nueva York o en el espacio aéreo de Estados Unidos, alimenta de inmediato el síndrome de un atentado. Eso es lo que ocurrió ayer al precipitarse sobre el barrio neoyorquino de Queens el vuelo AA 587, cuatro minutos después del despegue. Esto revela que los terroristas de Al Qaeda han logrado su objetivo de amedrentar a la sociedad norteamericana y quebrar la confianza de sus ciudadanos en los sistemas de seguridad, incluso después de las excepcionales medidas de control adoptadas tras el 11 de septiembre.
La tesis de que lo ocurrido ayer con un Airbus 300 de American Airlines es, con toda probabilidad, un accidente parece avalada por la trayectoria del avión, recta tras el despegue del aeropuerto J. F. Kennedy. Pero la explosión escuchada por varios testigos no permite descartar del todo un posible sabotaje. El avión, que cubría la ruta Nueva York-Santo Domingo, perdió un motor y se precipitó sobre el barrio residencial de Queens, provocando la muerte de sus 255 ocupantes (246 pasajeros y nueve tripulantes) y de al menos seis de los residentes en la docena de viviendas incendiadas. La lista de víctimas no va a cambiar porque sea un accidente o un atentado, pero sí la confianza de los ciudadanos.
Cuando Nueva York empezaba a duras penas a recuperarse del 11-S ha recibido un nuevo golpe: una vez más, muertos, llamas, humo y aeropuertos cerrados en la capital cultural del mundo global. El alcalde saliente, Rudolph Giuliani, ha tenido que ponerse una vez más al frente de sus conciudadanos para afrontar esta nueva tragedia. La Asamblea General de la ONU tuvo que ser interrumpida temporalmente, lo que da idea de la fragilidad del sistema. El suceso de Nueva York viene a agravar la crisis del sector aéreo -hasta ahora, Airbus había resistido la presión a los despidos- y turístico, lo que se tradujo de inmediato en nuevas caídas de las bolsas. La excepcionalidad de la situación queda reflejada por el hecho de que el vicepresidente Richard Cheney sigue resguardado en un lugar secreto.
Tras el 11 de septiembre, una sensación de hipervulnerabilidad se ha apoderado de EE UU, alimentada en ocasiones por el alarmismo de responsables públicos como el gobernador de California al alertar sobre posibles atentados en los puentes de San Francisco, o el propio Bush al manifestar que Bin Laden tiene capacidad para realizar un ataque químico o biológico, a lo que el propio terrorista añade la amenaza de armas nucleares. Mientras, el silencio de las autoridades sobre el origen de los casos de ántrax ha alimentado las especulaciones y el miedo.
Lo ocurrido ayer, Día de los Veteranos -festivo en EE UU para recordar las contiendas en las que ha participado este país-, ha puesto de relieve la asimetría de la guerra en curso que se inició el 11 de septiembre con la destrucción de las Torres Gemelas, un atentado que finalmente ha reivindicado Bin Laden. Pues incluso si se demuestra, como parece más probable, que el AA 587 se estrelló accidentalmente, la onda psicológica del choque ha recorrido EE UU y buena parte del mundo. Para Bin Laden y su red Al Qaeda, el frente principal de lucha está en la mente de los estadounidenses, como es propio de un terrorismo que además no suele reivindicar de inmediato sus atentados.
Estados Unidos, por su parte, está logrando victorias importantes en el otro frente, el de la guerra, lejos de su territorio, en Afganistán. La Alianza del Norte, asesorada por oficiales y soldados británicos, equipada con armamento ruso y apoyada por los bombardeos estadounidenses, está avanzando de forma significativa. Ha capturado varias ciudades estratégicas y el territorio al norte de Kabul, a cuyas puertas prácticamente se ha parado. Los dirigentes de EE UU, incluidos Bush y Powell, les han pedido que no entren en Kabul hasta que no se haya acordado un Gobierno provisional de consenso que incluya a los pastunes y no desestabilice así al aliado crucial: el Pakistán de Musharraf. Al menos ahora, EE UU dispondrá de terreno para una base desde la que lanzar sus operaciones hacia el resto del territorio. Derrocar al régimen de los talibanes es un objetivo para Washington, Londres y otros aliados, necesario para lograr su fin primordial en esta campaña: destruir las bases de Al Qaeda, allí y en el resto del mundo, y, si es posible, capturar a Bin Laden.
A estas alturas, y aunque hagan lo posible para que la guerra de Afganistán dure, Bin Laden y Al Qaeda deben estar pensando en ese otro frente: el interno en EE UU o en otros países amenazados, en varias de sus dimensiones. En ese combate, la tragedia de ayer, accidente o sabotaje, juega a favor de este nuevo terrorismo, porque alimenta el miedo.
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