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Columna
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Marca nacional

Desde que leí ayer el comentario en estas páginas de mi amigo Agustín Ruiz Robledo sobre Andalucía y su marca nacional en número de funcionarios (uno por cada 35 habitantes) no puedo evitar ir por la calle intentando descubrir por el aspecto a los empleados públicos. Si las leyes estadísticas fueran ciertas, bastaría con contar 34 viandantes y descubrir a un funcionario. Pero como no lo son es menester emplear cierta intuición, nacida de la experiencia burocrática, para señalar a uno de ellos.

La vida del hombre moderno está transida o, al menos, mediatizada, por la aparición de ciertos funcionarios en un momento de la existencia, desde el que equivocó el asiento en el registro civil que nos obligó a iniciar un pleito irracional contra la propia fecha de nacimiento a aquel tipo ingrato que rechazaba con gruñidos las matrículas universitarias por defectos casi espirituales y al que algunos temían como si fuera un ser abominable, un tirano que mandaba en la geografía exigua de una ventanilla.

Esto no significa que uno deteste o malquiera en general a los funcionarios. La mayoría son tipos extraordinarios e incluso forman parte de nuestras propias familias. Es más ¿hubiera rechazado uno la posibilidad de hacerse funcionario de haber tenido ocasión? Supongo que no. De niño recuerdo que, además de torero, jugaba a oficinista: reunía un mazo de cuartillas, varios lápices afilados y sus gomas de borrar, todo muy bien ordenado y pulcro, y me ponía a esperar. En realidad no sé qué esperaba, pues además de poner en orden los útiles de escritorio y esperar un acontecimiento imprevisto ignoraba qué tenía que escribir, quién vendría y para qué servía aquella sosegada profesión que extrañamente me atraía.

Pues bien, dice en su artículo Ruiz Robledo que los funcionarios andaluces son los que menos millones gestionan por cabeza. Para ello divide el presupuesto de la comunidad por el número de empleados públicos. La operación, desde luego, no es muy científica, sobre todo si se quiere sugerir cuál es su capacidad laboral.

Pero el dato más inquietante no consta: el número de oposiciones y contratos de futuros funcionarios se mantiene al alza, igual que la íntima esperanza de ingresar en la Administración. La noticia de miles de personas compitiendo por una plaza de auxiliar, dotada con un sueldo moderado si no bajo, se repite periódicamente en los medios de comunicación, lo que nos lleva a plantearnos cuántos de esos 34 individuos que van por la calle sin pertenecer al funcionariado aspiran a serlo o lo han tentado en alguna ocasión.

Y por último están los gobernantes, los funcionarios más rectos: leales a su presidente, a su partido, a su oficio y a un sentido particular de la Administración. Por Granada han venido, predicando la buena nueva de los presupuestos, Carmen Calvo, Pérez Saldaña, Francisco Vallejo... Presumen de la exactitud del reparto, de la generosidad de las partidas, pero también de la fluidez de la burocracia que lleva a buen puerto sus mandatos, de la prole de escribanos de la que ellos son padres inciertos y transitorios y que ensanchan como si engendraran partes de sí mismos.

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